Un cine español a la deriva: Festival de San Sebastián 2015
Hace un año coincidían en el Festival de San Sebastián cuatro grandes películas –Magical Girl, Loreak, La isla mínima y Negociador– que parecían certificar el buen momento artístico de nuestro cine. Pero no hay que olvidar que mientras el cine español no sea una verdadera industria y siga yendo a la deriva, la coincidencia en el tiempo de títulos excepcionales no será más que un producto del azar y, por tanto, no podrá tener continuidad. Lo visto este año en el certamen así lo trasluce. Mucha cantidad, e incluso una estimulante diversidad de temas, pero en realidad pocas obras plenamente satisfactorias.
En la Sección Oficial uno siempre espera ingenuamente encontrar propuestas interesantes merecedoras de estar en la competición. Y desde luego que hubo riesgo en la selección de este año, pero el desolador panorama final casi nos convence de que habría sido mejor apostar por películas más convencionales pero mejor acabadas. Así fue que Truman (Cesc Gay), un producto sin estridencias formales, acabó por ser lo más redondo. Es una tierna historia de despedida de la vida que sabe mantenerse en un tono adecuado todo el tiempo, sin sensiblerías y con una naturalidad desbordante conseguida en gran parte por los dos intérpretes principales, Ricardo Darín y Javier Cámara, justamente premiados ex-aequo. Sin duda fue lo mejor de toda la pobre competición, tanto nacional como internacional.
Arriesgada fue la inclusión en el concurso de Un dia perfecte per volar (Marc Recha) debido a la radicalidad formal de este cineasta catalán tan poco apto para espectadores acomodaticios y que esta vez ha conseguido hacer su película sin subvenciones, con muy poco dinero, en solo una semana. No es que uno sea muy partidario de su cine, demasiado autocomplaciente y menos trascendental de lo que pretende, pero hay que reconocer que en esta ocasión consiga instantes hipnóticos con una historia sobre la imaginación infantil que nos retrotrae a lo que nos queda de niños en nuestro interior. Lamentablemente, su premisa no es suficiente para sostener un largometraje y su alargamiento hasta los 70 minutos acaba por perjudicarle.
El inevitable cupo vasco de la selección nos trajo una metafórica película sobre las fracturas entre generaciones, entre los que viven en los tradicionales caseríos y los que prefieren la moderna ciudad. Los excesos poético-simbólicos de Amama (Asier Altuna) la convierten en un producto artificial, donde se ven las costuras conceptuales de su guion sin conseguir que nos creamos a unos personajes diseñados con forceps para encajar en ese concepto preconcebido.
Las restantes películas españolas del concurso fueron coproducciones, la mayoría con países hispanos como es lógico y habitual. Solo la argentina Eva no duerme (Pablo Agüero) merece la pena rescatarse por su extraña fantasía histórica en torno a la desaparición del cadáver de Evita Perón, irregular pero con mucha fuerza en sus teatrales diálogos. Por su parte, hubo fuerte división de opiniones respecto a El rey de La Habana (Agustí Villaronga), pero el que esto escribe no encontró en ella más que una acumulación de provocadores despropósitos miserabilistas y una mezcla de tragedia y humor negro desconcertante cuando menos.
El cineasta uruguayo Federico Veiroj se ha venido a España para realizar El apóstata, pero el cambio de ambiente no parece haberle sentado bien a su cine. La desorientación de su protagonista –un estudiante de filosofía que lucha por conseguir apostatar– contagia a una película que juega con poco tino a mezclar sátira y surrealismo, dando como resultado una película extraña e insignificante, muy lejos del estimulante ensimismamiento de La vida útil (2010).
Y para acabar con la competición, España también tuvo una pequeña participación en la franco-belga Evolution (Lucile Hadzihalilovic) debido a su rodaje en Lanzarote, pero apenas puede considerarse española. Y menos mal, porque se trata de una misteriosa pero tediosa historia de ciencia-ficción sobre un pueblo habitado solo por mujeres y niños que solo cobra algún sentido en su plano final, cuando uno ya está agotado de tanto despropósito.
Dentro de la Sección Oficial, pero fuera de concurso, el Festival se reservó un espacio preferente para la presentación de varias bazas muy atractivas a priori, dos de ellas por su componente político y otras dos por su potencial comercial. En cuanto a lo político, Uribe volvió con Lejos del mar a acercarse al mundo de ETA con el encuentro entre un terrorista salido de la cárcel y la hija de una de sus víctimas. El suspense está bien llevado, pero sus giros narrativos resultan inverosímiles y sus toques melodramáticos acaban por resultar ridículos. Por su parte, el documental No estamos solos (Pere Joan Ventura) nos invitó a unirnos contra los que nos han estafado en esta crisis, pero apenas contiene un discurso articulado. Se limita a mostrar diversas iniciativas ciudadanas de resistencia surgidas en estos años, valiosas como testimonio de esta época, pero nada más.
En cuanto al plano comercial, Alejandro Amenábar y Álex de la Iglesia son dos bazas muy seguras. Otra cosa es el plano artístico, razón por la que suponemos no competían por los premios. Amenábar se pierde en su afán de emular a un cine norteamericano que seguramente adore, pero que parece no comprender del todo. Su Regresión es una mera copia de ideas, e incluso planos, de películas cien veces vistas que nada nuevo aporta al género del suspense. Álex de la Iglesia sí tiene un mundo propio, pero en Mi gran noche ofrece más de los mismo, con la única novedad de la divertida presencia de Raphael. Como siempre, la acumulación de personajes y situaciones grotescas en su guion echan por tierra lo que pudiera contener de ácida crítica a la televisión.
Ya fuera de la Sección Oficial, se presentó otro producto muy comercial, El desconocido (Dani de la Torre), con un argumento explosivo –un empleado de banca queda atrapado en su coche con sus dos hijos y una bomba bajo los asientos– y actores de probada eficacia. Es una banal utilización de la crisis bancaria como excusa argumental que cumple con su propósito último, entretener con un poco de acción y drama.
Hubo más cine español, algo más valioso, en el resto de secciones. Una baza segura fue la argentina El clan (Pablo Trapero), coproducida por los hermanos Almodóvar, presentada en la Sección Perlas de otros festivales. Su éxito previo en Argentina se entiende por el significado alegórico de su contexto histórico –la transición de la dictadura a la democracia–, pero esta historia de una familia de criminales servida con la fuerza expresiva y musical de todo un Scorsese podrá triunfar en cualquier país si se distribuye adecuadamente.
Zabaltegui tiene una bien ganada reputación de ofrecer un cine atrevido y, por tanto, contener más de una sorpresa cada año. El cine español visto en ella ha sido más estimulante, aunque tampoco fuera para echar campanas al vuelo. La más redonda vino del veterano Fernando Colomo. Su Isla bonita es una refrescante vuelta a la comedia ligera pero no desprovista de cierta amargura, además de jugar con la propia personalidad del autor como protagonista.
La novia (Paula Ortiz) aspira a convertirse en una película de referencia este año, según algunos cronistas, pero a uno no acaba de convencerle del todo su culturalista propuesta de fusión entre el drama clásico Lorquiano, Bodas de sangre, y unas formas de expresión visual solo presuntamente modernas, además de gratuitas. Resulta un mejunje artificial donde los actores no parecen encontrarse cómodos.
Los dos documentales de Zabaltegui, The Propaganda Game (Álvaro Longoria), sobre la guerra propagandística en torno a Corea del Norte, y Mi querida España (Mercedes Moncada), un repaso a la historia reciente del país mediante las entrevistas de Jesús Quintero, son muy atractivos por sus planteamientos, pero no del todo por sus resultados. La primera no consigue apenas traspasar el velo de secretismo del régimen norcoreano y, por tanto, solo llega a conclusiones obvias; y la segunda podría haber aprovechado mucho más ese inapreciable fondo documental que son las entrevistas de Quintero en vez de insistir tanto en mostrar las chirigotas gaditanas como expresión popular del descontento.
Para acabar con Zabaltegui, la animación española estuvo representada con Psiconautas (Alberto Vázquez y Pedro Rivero), una película de difícil digestión debido a su apuesta por un extraño humor negro y una psicodelia poética desconcertante. Es especial como rara avis de nuestro cine, pero también se olvidará pronto.
El resto, más cine vasco. Una insufrible película de animación de plastilina ya vista en Sitges y mal estrenada en las salas, Pos eso (Sam); un superficial y formalista documental sobre los muros que cierran las fronteras, Muros (Walls) (Pablo Iraburu y Migueltxo Molina); y un desasosegante drama, Pikadero (Ben Sharrock), sobre dos jóvenes que no encuentran un lugar donde consumar su relación debido a sus precaria situación económica. Se nota demasiado su voluntad de autoría alargando en exceso situaciones y diálogos que, solo a veces, pueden resultar amargamente divertidos.
Para el final hemos dejado un pequeño hallazgo que seguramente no tenga mucho recorrido fuera de los festivales, el documental Gure sor lekuaren bila (Josu Martínez), pero que a los historiadores del cine no debe dejar indiferentes. Con desenfado, como queriendo dejar aparte la seriedad académica, su director nos cuenta su afortunada experiencia investigadora: buscar la primera película en euskera, considerada desaparecida, y encontrarla finalmente. Sí, a uno le da un poco de envidia.
Con qué desparpajo habla usted de las películas siendo empresario audiovisual. No tiene ningún reparo ni respeto por las obras. Me parece que usted está enfadado con alguien o tiene un problema de fondo que le hace despreciar de ese modo el trabajo de la gente.
Gracias por lo del desparpajo. Efectivamente, el problema de fondo es sentir que se pierde el tiempo viendo tantas películas inanes.