Cinema Nostrum

Blog de Rafael Nieto Jiménez, historiador del cine y empresario audiovisual

Crítica en 200 palabras (o casi): Amor entre las ruinas (1975)

Lugar de proyección: mi hogar, dulce hogar.

Formato de proyección: DVD.

Valoración: ★★★ (Quizá la vuelva a ver).

Ahí va la crítica:

Amor entre las ruinas (Love Among the Ruins) (George Cukor, 1975): Una viuda adinerada es demandada por romper su compromiso matrimonial con un joven cazafortunas. Para defenderse contrata a un prestigioso abogado que resulta estar enamorado de ella desde hace cuarenta años, desde que pasaron tres días juntos cuando ella era una frívola actriz sin dinero. Pero ella no le recuerda, o finge no recordarle. Aunque esto encabrite al abogado, aceptará el caso, desencadenándose una lucha interna –su frustración es tan grande como su amor– que finalmente canalizará hacia la defensa más inusual y efectiva. No es muy creíble la premisa inicial –¿por qué no ha hablado con ella en tantos años si viven cerca y la ve con frecuencia en la calle?–, pero eso pronto deja de importar. La desesperación del viejo enamorado y la coqueta indiferencia de la anciana da mucho juego en un guion con ingenio interpretado con gran encanto por Olivier y Hepburn bajo las órdenes del gran George Cukor, los tres en su última etapa creativa. En esta producción para televisión el realizador parece algo constreñido por la naturaleza teatral del guion, no consigue evitar cierto estatismo en la puesta en escena, pero eso no impide que la narración fluya finalmente con simpático vigor.

Criterio de valoración: ★ (Espero no volver a verla) ★★ (Podría volver a verla) ★★★ (Quizá la vuelva a ver) ★★★★ (Seguro que volveré a verla) ★★★★★ (La veré varias veces).

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8 pensamientos en “Crítica en 200 palabras (o casi): Amor entre las ruinas (1975)

  1. Fernando en dijo:

    Juzgo que el ilustre creador y redactor de este blog, y cukoriano confeso según me consta, se muestra esta vez un poco rácano en sus elogios, aun tomando en cuenta su simpatizante valoración positiva. Para mí, «Amor entre las ruinas» es una de las cumbres más altas, si no la que más, del maestro George Cukor. Y da igual que se trate de un telefilme -el más caro hecho hasta entonces en la época de su realización-, pues si su autor recurrió a la financiación televisiva fue únicamente porque, debido a su avanzada edad (75 años), le era muy difícil encontrar respaldo de las compañías de seguros para presentar este proyecto ante las grandes productoras cinematográficas; y lo filmó exactamente como si se tratara de una película para la gran pantalla, en 35 mm y con un estilo visual prácticamente idéntico al que había venido cultivando durante sus fructíferos cuarenta y cinco años de labor fílmica previa… con la adición -deplorable en principio, pero no muy copiosa ni muy molesta, sino más bien muy esporádica, funcional, discreta y casi invisible- de algunos recursos visuales en boga en aquellos momentos, como el zoom, el teleobjetivo y el flou.

    Ésta es una película profundamente romántica, pero con un romanticismo de buena ley, el de los cuadros de Caspar David Friedrich por ejemplo, que jamás debería confundirse con la repulsiva cursilería folletinesca de los culebrones de sobremesa. Está realizada por un viejo, noble y sentimental (al menos en su práctica artística; no me meto en su vida privada), que en el el tramo final de su larga existencia y experiencia ya lo sabe prácticamente todo de cómo son los hombres y las mujeres, y que puede filmar acertadamente cualquier plano casi con los ojos cerrados.

    Discrepo rotundamente de la afirmación «No es muy creíble la premisa inicial –¿por qué no ha hablado con ella en tantos años si viven cerca y la ve con frecuencia en la calle?–». No sé cómo diablos habrán traducido los subtítulos españoles el diálogo en que, dentro de la segunda secuencia del filme, se dirime esta cuestión; pero yo he revisado «Amor entre las ruinas», en blu-ray, hace escasamente una semana, viéndola exclusivamente en su versión original inglesa, y juro que Jessica Meddlicott (Katharine Hepburn) deja meridianamente claro que sólo recientemente se ha trasladado a vivir a su residencia londinense tras enviudar de un marido rico que poseía una gran mansión rural; Sir Arthur Granville-Jones (Laurence Olivier), por su parte, manifiesta con pareja claridad que se ha mudado hace muy poco a la calle donde vive ella y le ha dejado una o varias tarjetas de visita, pero ella afirma no haberlas recibido y salir escasamente porque prefiere una vida de estricta reclusión.

    Tampoco veo mucho fundamento para la afirmación «el realizador parece algo constreñido por la naturaleza teatral del guion, no consigue evitar cierto estatismo en la puesta en escena». Manifiestamente, «Amor entre las ruinas» no versa sobre tiroteos, explosiones y persecuciones de coches, sino sobre seres humanos que buscan resolver sus problemas materiales y espirituales mediante la confrontación hablada, revelando casi tantas cosas como las que ocultan, en una complejísima partida de ajedrez psicológico. Así, pues, lo normal es que se reúnan en espacios cerrados y sostengan largas conversaciones donde no cesan de practicar la esgrima verbal.

    Pero, aun así, el diálogo (cortesía del modélico guión de James Costigan) no es teatral sino puramente cinematográfico, siguiendo una pauta que una vez especificó muy bien José Luis Garci, consistente en que -pongamos por caso- nunca se dice «¿Puedes ayudarme con el nudo de la corbata, querida?», sino «¿Puedes ayudarme con esto, querida?» (ya se encarga la cámara de enseñarnos qué es «esto»). Y la dirección de Cukor es puramente cinematográfica, asimismo; su trabajo visual es tan sutil que parece natural y casi inevitable; pero cualquiera que lo examine con concentrada atención descubrirá que es toda una lección de colocar continuamente la cámara en el lugar exacto en el momento exacto para que siempre se pueda ver cómodamente ni más ni menos que lo que hace falta ver (bien sabe Dios, aunque no existe, que es éste un arte que poquísimos han dominado de manera satisfactoria desde que el mundo es mundo o, en todo caso, desde que el cine es cine); y, por ende, nuestro bienamado Cukor, con su maravillosa y exquisita flexibilidad habitual, la cual se amolda a lo que pide cada situación sin incurrir en egolatrías «autorales», sabe alternar planos kilométricos -tanto en duración como en desplazamiento- muy diestramente «coreografiados» y penetrantes juegos de exactos planos/contraplanos.

    Aquí, como era de esperar en ese impecable director de actores que siempre fue George Cukor, las actuaciones son uniformemente excelentes y conjuntadas, en especial por parte de Katharine Hepburn (quien compone la que debe de ser la viejecita más sexy de la Historia del Cine) y Colin Blakely (el inolvidable Dr. Watson de la no menos inolvidable «La vida privada de Sherlock Holmes»). Incluso se da la circunstancia de que el sobrevalorado Laurence Olivier modera o suprime la mayoría de sus característicos amaneramientos interpretativos, tan narcisistas y cargantes, para transformarse en un entrañable ancianito cortés pero peleón.

    En fin, que «Amor entre las ruinas» es una auténtica joya que merece mucho mayor difusión y prestigio de lo que actualmente goza. Rebosa ternura encantadora, melancolía crepuscular, emoción contenida, sarcasmo agridulce, sabiduría vital… todo ello servido con un sosegado pero inexorable ritmo narrativo y un espléndido suspense psicológico punteado de constantes sorpresas. Es un festival de humor británico que combina fascinantemente las explicitudes y las ambigüedades, las más elegantes sutilezas y las más pícaras chocarrerías.

    Además, por si lo anteriormente expuesto fuese poco, «Amor entre las ruinas» es posiblemente la mejor película que se ha hecho nunca sobre la tercera edad, junto con otro estupendo logro que el propio Cukor había realizado apenas tres años antes: la tan inmensa como incomprendida «Viajes con mi tía».

    A ver sin remisión.

    • De nuevo disentimos, qué le vamos a hacer. Aunque esté rodada en cine con similares medios, creo que es evidente cierto tufo televisivo difícil de explicar (estaría bien que alguien más diera su opinión al respecto, je), es casi una sensación epidérmica pero seguramente producto de la construcción dramática y los densos diálogos, propios de la televisión, donde se suele primar hacer minutos a base de diálogos con pocos planos para avanzar rápido en la producción, y corrigiendo los planos con zooms si es necesario. Por supuesto, Cukor saber hacerlo con elegancia y agilidad, pero no siempre lo consigue aquí, como en el diálogo en la casa de ella, para mí demasiado estático.
      En cuanto a la premisa, mi inglés me permite entender que efectivamente él ha tenido oportunidades de verla muchas veces en esos años, y que dice que vive cerca de ella no por casualidad. A mí se me hacer difícil de creer que se haya aguantado tanto tiempo sin cantarle las cuarenta, o sin intentar al menos consiguer una explicación, pero ya digo que tiene poca importancia porque el desarrollo posterior del personaje es estupendo.

  2. Fernando en dijo:

    ¿“Densos diálogos, propios de la televisión»? Esto no es serio, Rafa; lo malo es que tampoco es divertido. Ya le gustaría al 99% de los guionistas televisivos -incluidos esos modernitos pelmazos llamados Aaron Sorkin y J. J. Abrams, tan ininteligiblemente alabados- saber escribir unos diálogos tan amenos, brillantes e ingeniosos, y de tanta calidad literaria, como los del insuperable guión de James Costigan para «Amor entre las ruinas», el cual, aparte de eso, no necesita recurrir a una innecesaria sobreabundancia de «tacos» y demás tosquedades y simplezas que tanto se estilan hoy día (y que, salvo en contadísimos casos aislados, como «Pulp Fiction» de Quentin Tarantino o «El sargento de hierro» de Clint Eastwood, lo único que se proponen es disimular, mediante una avalancha de groserías y zafiedades, su alarmante falta de imaginación).

    ¿Llegará un día, Rafa, en que afirmes en este blog que «La huella» de Joseph L. Mankiewicz es en realidad la retransmisión televisiva de una obra teatral? Por Dios (aunque no existe) espero que no, porque ese día significaría la hecatombe de cuarenta siglos de penosa edificación de lo mejor de la cultura occidental. Jajaja.

    En cuanto a lo de «A mí se me hacer difícil de creer que se haya aguantado tanto tiempo sin cantarle las cuarenta, o sin intentar al menos conseguir una explicación», esto revela, a mi entender, una escandalosa ignorancia de cómo eran adiestrados -¿o deberíamos decir adoctrinados?- para pensar y obrar los sedicentes «gentlemen» ingleses de las épocas victoriana y eduardiana. Nunca examines, Rafa, los comportamientos pretéritos con los ojos actuales; y, si a eso vamos, te resultaría muy útil leer más a Dickens, Stevenson y Henry James para familiarizarte con tales idiosincrasias clasistas.

    Aprovecho para hacer constar, a modo de simpática anécdota conclusiva (y/o concluyente), que nuestro crítico cinematográfico predilecto, Miguel Marías, dejó escrito en cierta ocasión que lo mejor del cine norteamericano era «el genio de Ford, Hawks, Walsh y Hitchcock, la inventiva apasionada y lírica de Sam Fuller y Nicholas Ray, la sencillez de Allan Dwan, y la maestría de Minnelli, Cukor, Wilder, Mankiewicz y Preminger». Cada uno podrá hacer sus pequeñas enmiendas a esta declaración de principios (yo personalmente no conozco casi nada de la obra de Dwan y no estoy en condiciones de valorarla, y por añadidura echo en falta menciones a, sin ir más lejos, Chaplin, Huston, Lang, Vidor, Capra y Lubitsch), pero no cabe duda de que en conjunto resulta de lo más satisfactoria y recomendable.

    • Que los diálogos son densos es un hecho, lo cual no es bueno ni malo en sí aunque determine la puesta en escena. ¿Acaso no podía haberse contado el pasado del personaje con imágenes en vez de contarlo todo de palabra? ¿No está claro que el amigo solo es un personaje puesto ahí para que pueda el protagonista expresar sus sentimientos en voz alta? Pero todo esto no importa dado que los diálogos son buenos y están bien interpretados. Y que parezca algo televisivo tampoco es un insulto, la televisión no es mala por naturaleza.
      Creo que estoy bien familiarizado con las convenciones sociales que describen Dickens, Stevenson o James, a los cuales he leído desde jovencito, y ellos mismos demuestran que se pueden saltar en muchas ocasiones, aunque sea de forma discreta. De todos modos, lo esencial no es eso, sino la lógica interna del personaje según se nos muestra en pantalla. Y en eso chirría aunque comprenda que es necesario para que el drama se produzca. Por eso se puede disculpar.
      Algún día veremos otra vez «La huella» para confirmar mi impresión: que ser teatral en el cine no es malo de por sí.

      • Fernando en dijo:

        Estos días, no sé por qué, me siento más combativo que de costumbre en el apartado cinematográfico, y he dedicado algunos ratos extra a meditar sobre «Amor entre las ruinas» y las benévolas acusaciones en contra suya por parte del ilustre creador y redactor de este blog. Acaso él y yo terminemos pareciéndonos a Laurence Olvier y Colin Blakely disputando en una tribuna pública, no sobre el legado monetario y el honor personal de Katharine Hepburn, sino sobre el legado fílmico y el honor artístico de George Cukor. Que gane el mejor.

        Así, pues, damas y caballeros del jurado, continúo exponiendo mi alegato.

        Mi docto colega Rafa, tenga usted un poco más de empatía (nefanda palabra hoy tan de moda, que casi todos esgrimen en la teoría y casi nadie aplica en la práctica) con los demás, aunque sean personajes ficticios; no presuponga usted que todos harían o deberían hacer lo mismo que usted haría si se viera en su misma situación. Como dice alguno de los protagonistas de Oscar Wilde, otro ilustre escritor anglosajón de finales del siglo XIX muy pertinente para la cuestión que nos ocupa, «hay cosas que ningún verdadero caballero haría jamás»… signifique lo que signifique eso de ser un caballero. Por otra parte, me figuro que Sir Arthur Granville-Jones tenía otras cosas que hacer aparte de acosar a su ex amante para pedirle explicaciones, como por ejemplo despachar, en su bufete y en los tribunales del Old Bailey, muchos complicadísimos y multimillonarios procesos judiciales. Y también me figuro que Jessica Meddlicott permanecería mayormente inaccesible a los preguntones inoportunos: en vida de su acaudalado marido, a base de estancias en la campiña y de viajes al extranjero, con el añadido de la protección permanente de sus mayordomos y sus guardas jurados, o sea, los sicarios de entonces; en su no menos acaudalada viudedad, a base de recluirse en su hogar y de salir raras veces, haciéndolo, siempre que lo hacía, en su flamante y blindado automóvil igualmente protegido por un chófer que ejercería también bastante como guardaespaldas.

        Mi docto colega Rafa, yo creo que la estética televisiva, la cual, con las excepciones de rigor, suele ser «mala de cojones» (perdóneseme el censurable exabrupto, totalmente impropio de un caballero), se caracteriza por filmar todas y cada una de las secuencias con varias cámaras simultáneas y por usar y abusar de los primeros y primerísimos planos y, a menudo, también del zoom y del teleobjetivo, acumulando así mucho material -muy pobretón y vulgar, y con un pésimo sentido de la composición visual y un nulo uso dramático y expresivo del color y la iluminación-, con ánimo de que el montador de turno lo ensamble siguiendo el más rancio y rutinario libro de instrucciones de la Escuela de Cine correspondiente (de acuerdo con el cual, cuanto mayor es el número de planos breves, mayor es la amenidad y diversidad, ¡uf!), o, peor todavía, haciéndolo a la buena (o a la mala) de Dios… aunque no existe. ¿Qué camino sigue Cukor, a modo de ejemplar contraposición, en «Amor entre las ruinas? Lo filma casi todo en planos medios y generales, permitiendo una fecunda relación de los personajes entre sí y con el decorado que los circunda y los describe en sus personalidades, y que incluso los condiciona y los determina en sus acciones; apenas recurre a los primeros planos, y cuando lo hace es sólo en momentos muy específicos y significativos, ya que Cukor, viejo zorro de la antigua escuela, sabe muy bien que la eficacia enfática de los primeros planos queda muy diluida si éstos son utilizados frecuentemente, sin venir a cuento, buscando en vano realzar el interés de cosas que en sí mismas no tienen ninguno. Por lo demás, Cukor posee un envidiable buen gusto a la hora de componer sus planos, en general de larga duración, y utiliza una sola cámara, sabia y estratégicamente colocada, casi siempre rodando sólo el material estrictamente imprescindible de tal manera que prácticamente todo lo filmado entra en pantalla, sin necesidad de «cubrirse» excesivamente con tomas adicionales y planos optativos; y esa única cámara se mueve con suma precisión y armonía: en desplazamientos físicos por medio del travelling las más de las veces, y en desplazamientos ópticos por medio del zoom las menos.

        Mi docto colega Rafa, no me es preciso recordarle a usted que en toda historia contada, desde los albores de la Humanidad, hay personajes principales que son consustanciales al tema del relato y otros secundarios que son meros dispositivos estructurales para que el relato avance… y esta última función la suele desempeñar el mejor amigo o la mejor amiga del héroe o de la heroína. Criticar negativamente esta técnica equivaldría a «cargarse» casi todo lo mejor del arte narrativo mundial que existe, existió y existirá. Aparte de eso, hay directores, como Howard Hawks o Nicholas Ray, que abominaban de los «flashbacks» (el primero jamás los usó, y el segundo sólo lo hizo un par de veces, muy en contra de su voluntad, por imposición de los productores), y no sin razón, pues argüían ser capaces de describir en pocas palabras un hecho del pasado logrando que el público comprendiera perfectamente su importancia, sin necesidad de injertos o «pegotes» que estorbaran potenciar la fluidez e imposibilitaran ejercitar la imaginación. Sin embargo, nunca debemos ser rígidos ni dogmáticos, y es incontestable que el propio George Cukor ya realizó en el pasado algunas películas maravillosas donde se hacía un extenso y magnífico empleo del «flashback» (enseguida me vienen a la memoria «La costilla de Adán», «Las girls», «Confidencias de mujer» y «Viajes con mi tía»), ora para detallar aspectos que era ineludible presentar físicamente, ora para contrastar diversas versiones contradictorias de un mismo acontecimiento pretérito. En el caso concreto de «Amor entre las ruinas» decidió que ello habría sido inadecuado y hasta contraproducente; y mi impresión -subjetiva y discutible, faltaría más- es que así acertó de pleno. (Entre paréntesis, se me ocurre ahora pensar que «Amor entre las ruinas» es una especie de reedición o puesta al día, corregida y aumentada, de la deliciosa «La costilla de Adán», pero despojada de su ligero antifeminismo de pacotilla.)

        Mi docto colega Rafa, existe una serie para televisión de Ingmar Bergman titulada «Secretos de un matrimonio» (por la cual siente usted una gran admiración, si la memoria no me falla), que, aun cuando no carece en absoluto de interés y es hasta notable en ciertos sentidos, sí desprende -al revés que «Amor entre las ruinas»- un tufillo o tufazo televisivo, teatral y estático. Procedo a explicarme, sometiendo su paciencia a dura prueba. Consiste predominantemente en escenas de dos personajes, casi siempre sentados y filmados en primeros o primerísimos planos, que no paran de hablar y hablar (y que, por su estilo discursivo, se diría que inverosímilmente se han pasado media vida en la Universidad estudiando a Kierkegaard y Strindberg, cuando lo cierto es que no son más que dos burguesitos de clase media de profesiones «liberales»); estas escenas están rodadas con una apabullante pobreza visual (en 16 mm con iluminación natural en decorados vulgarísimos), con la omnipresencia del zoom y del teleobjetivo y la omniausencia del travelling y de la grúa; ambos personajes mantienen otras amistades que están ahí únicamente, al parecer, para recibir resignadamente sus brutales y obscenas confidencias -que la mayoría de nosotros nos guardaríamos mucho de participarle a nadie que no fuera un psicoanalista-, sin ser objeto de mayor exploración dramática y psicológica; no hay ni un solo «flashback» pese a que se alude constantemente a traumáticos o pletóricos hechos del pasado, siempre verbalizados y nunca visualizados; y Bergman necesita más de cinco horas, cinco, para desarrollar, no siempre justificada y enriquecedoramente, una historia que Cukor despacharía, con mucha más agilidad y humorismo y mucha menos pretenciosidad y pedantería, en menos de dos. Ahora bien, ¿cuál es la consecuencia en el terreno de la estimación cinéfila? Pues que sobre «Amor entre las ruinas» ha caído un espeso manto de olvido, y que «Secretos de un matrimonio» es archicitada y archirreverenciada como un hito mayúsculo… siquiera por una inmensa minoría de espectadores con ínfulas de eruditos. Pero, claro, Bergman es un Héroe Cultural Europeo al Servicio del Arte, en tanto que Cukor es un modesto artesano hollywoodiense al servicio del dólar, o eso dicen algunos, no siempre con sinceridad o sagacidad. Mucho mejor nos iría en todo (pues lo pequeño es sintomático de lo grande) si todos, incluido Woody Allen, pensaran a la inversa en este respecto. (Y conste que, a pesar de sus a veces gigantescos errores y soporíferos deslices, Bergman me interesa y me gusta, pero sin exagerar, y es autor de algunas películas y series televisivas completamente memorables y absorbentes, como «Noche de circo», «Sonrisas de una noche de verano», «Fresas salvajes», «En el umbral de la vida», «La vergüenza» y «Fanny y Alexander».)

        Señorías, se levanta la sesión hasta después del almuerzo.

      • No es necesario, querido colega, sacar a colación a otros cineastas televisivos para ensalzar a Cukor. Tanto Bergman como Cukor son grandes cineastas y su uso de los recursos cinematográficos y televisivos son muy diferentes, pues cada uno tiene su personalidad, afortunadamente. Una película hecha toda completamente de primeros planos puede también ser estupenda, depende de la lógica con la que se utilicen esos planos junto a todos los demás elementos que configuran una obra audiovisual. Creo que pecas de algo de dogmatismo por sentir como un insulto decir que tiene aspecto televisivo «Amor entre las ruinas». En la historia hay muchas producciones televisivas realizadas de muy diversas formas, no solo con multicámara y planos cortos. En realidad, creo que nos estamos enzarzando en una discusión bizantina, porque en realidad qué más da que sea más cinematográfica o más televisiva, nos gusta en cualquier caso.

  3. Fernando en dijo:

    Mi dilecto colega Rafa:

    En primer lugar, olvidóseme decir (según la fraseología de Cervantes en el «Quijote») que yo no escribí que debería usted leer a Dickens, Stevenson o James, como si nunca los hubiera leído (me consta sobradamente que no es su caso), sino que debería leerlos «más». El diablo mora en los detalles. Mi pensamiento consistía sencillamente en que a lo mejor no había leído usted la mayoría de sus obras, o que no las tenía lo bastante frescas en la memoria por no haberlas leído desde hace mucho tiempo, o que no había leído aquéllas que más se ocupan de uno de los temas que nos atañen ahora, o sea, el problema de la almidonada caballerosidad inglesa de hace siglo y medio. Ni por asomo se me pasó por la cabeza sugerir que fuese usted un ignaro zoquete sin cultura literaria… pues nada podría estar más lejos de la realidad, sinceramente. Así que le digo con deportividad: «No offence intended», emulando a Ricky Nelson en una secuencia de «Río Bravo»; y para redondear la similitud estaría bien que usted apostillara: «No offence taken», emulando a John Wayne en esa misma secuencia de «Río Bravo».

    En segundo lugar, no me parece ocioso hacer una comparación de Cukor y Bergman o, ya puestos a eso, de cualquier persona o cosa y cualquier otra persona o cosa, a condición de que ello resulte esclarecedor e ilustrativo. Yo intenté con ahínco que mi comparativa lo resultase; pido disculpas si fracasé miserablemente en el empeño, pero sea usted misericordioso conmigo, ya que yo hago lo que puedo, pero no somos todos más que unos miserables pecadores, como dirían los creyentes, o unos torpes mamíferos bípedos, como dirían los descreídos. Y, además, yo voy a hacer ahora una declaración de discrepancia con respecto a usted: mi insignificante opinión es que Bergman no pasa de ser un buen cineasta a pesar de algunos aciertos antológicos, mientras que Cukor es un gran o incluso genial cineasta a pesar de algunos altibajos vergonzosos.

    En tercer lugar, teóricamente es factible eso de que «una película hecha toda completamente de primeros planos puede también ser estupenda, depende de la lógica con la que se utilicen esos planos junto a todos los demás elementos que configuran una obra audiovisual». Sin embargo, a la hora de la verdad, yo todavía no he conseguido, pese a haber visto miles y miles de películas procurando no perderme ninguna de potencial gran interés, posar mis ojos sobre semejante prodigio. Y en líneas generales, como buen hipermétrope que soy, me sacan de quicio los primeros planos, y una sobreabundancia de ellos me despierta acuciantes ansias de abandonar corriendo la sala. Claro que cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas, y desde luego sé muy bien que, en esto como en todo, mi tipología no es muy común y corriente… a veces para bien y otras para mal. Haré propósito de enmienda, rezaré tres padrenuestros y tres avemarías, y en adelante procuraré generalizar menos (con escaso éxito,según lo presiento desde ya mismo).

    En cuarto lugar, rechazo tajantemente la siguiente imputación: «Creo que pecas de algo de dogmatismo por sentir como un insulto decir que tiene aspecto televisivo ‘Amor entre las ruinas’.» Creo -tal vez me llamo a engaño- haber razonado únicamente que «Amor entre las ruinas» NO tiene aspecto televisivo, con independencia de que tal aspecto sea una cosa buena o mala. Más bien era usted quien lo juzgaba o parecía juzgarlo inapelablemente como un feo defecto. Ahora bien, si he de ser absolutamente franco, reconozco que suelo rehuir las producciones televisivas y que por regla general, en las pocas ocasiones en que condesciendo a darles una oportunidad, salgo tan escaldado como el proverbial gato que del agua huye. Lo cual no obsta para que unas pocas series o telefilmes, además de «Amor entre las ruinas», me hayan agradado sobremanera, como por ejemplo la mencionada «Fanny y Alexander», o «Yo, Claudio», o «Twin Peaks», o «Ally McBeal», o los capítulos dirigidos personalmente por Hitchcock en «Alfred Hitchcock presenta…» y «La hora de Alfred Hitchcock», o la sublime «Vanessa en el jardín» de Clint Eastwood, o «El diablo sobre ruedas» de Spielberg (si bien este telefilme se estrenó comercialmente en cines en Europa), etc. Es cierto, por otro lado, que hay televisión realizada con estilo muy cinematográfico, tal como hay cine realizado con estilo muy televisivo; pero yo sólo me referí en mis réplicas anteriores, seguramente de forma harto maniquea, a lo peor de lo peor que circula por la caja tonta… o, cuando menos, a lo más medianito de lo más medianito.

    En quinto y último lugar, no creo que esta discusión sea bizantina, sino más bien inglesa o anglófila, y para mí está resultando un auténtico placer de dioses, haciéndome disfrutar a fondo. Puede ser que los ocasionales lectores de este blog no sean tan indulgentes conmigo como yo lo soy conmigo mismo, y que estén ya hasta las narices u otros órganos. De ser efectivamente así, me uno al llamamiento de mi dilecto colega Rafa y los animo a que, en vez de permanecer pasivos cual zánganos o parásitos, se manifiesten y lo expresen bien a las claras, saliendo audazmente de las sombras y terciando bravamente en este debate. Así dejaría de constituir un «Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como». ¿Quién sabe?; acaso podría acabar convirtiéndose en algo tan memorable como la discusión, en estas mismas páginas, sobre la conveniencia ética y estética de contratar a un actor manco para interpretar a personajes que nada tienen de mancos; en la cual discusión, dicho sea de paso, yo milité fervientemente, aunque sin intervenir activamente, en el bando del ilustre creador y redactor de este blog.

    Se levanta la sesión hasta mañana.

    • No offence taken. Hasta voy a apreder más inglés gracias a tus aportaciones. Lamentablemente, actualmente creo que tengo menos tiempo libre que tú para armar mis argumentaciones in extenso. Solo diré que reconozco que yo también usé despectivamente lo de «tufo televisivo», pues esa impresión me dio, aunque reconozca que está muy por encima de lo habitual en ese medio.

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