Unamuno en el cine español (2): La tía Tula (1964)
Segunda entrega de mi serie de artículos –publicados previamente en la web del Instituto Cervantes– sobre uno de nuestros grandes escritores: Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936). Su obra ofrece personajes con oscuros vericuetos psicológicos que el cine español, por ahora, ha aprovechado muy poco. La tía Tula es, sin duda, la más conocida de todas.
Unamuno intentó escarbar, según sus propias palabras, «en ciertos sótanos y escondrijos del corazón, en ciertas catacumbas del alma, adonde no gustan descender los más de los mortales» cuando, inspirado en el mito de Caín y Abel, abordó el pecado de la envidia mediante el protagonista de Abel Sánchez (1917). Solo tres años después, en La tía Tula (1920), se adentró en otros sótanos y escondrijos no menos inquietantes, en los relativos a la sexualidad humana a través de una protagonista que, paradójicamente, permanece virgen hasta el final.
Si ya vimos que la adaptación de Abel Sánchez (Carlos Serrano de Osma, 1946) era insólita por su heterodoxia temática, no podía serlo menos una película que se atrevía a lidiar con un tema tabú en la cinematografía española de la época, aunque se empezara a vislumbrar alguna apertura censora. No era habitual que la sexualidad de los personajes se presentara de un modo tan descarnado como sucedió en esta cinta.
El núcleo argumental es la difícil convivencia bajo el mismo techo de Ramiro (Carlos Estrada), un viudo de mediana edad cada vez más necesitado del calor de una mujer, y de su fría y abnegada cuñada Tula (Aurora Bautista), entregada totalmente al cuidado de sus sobrinos sin la menor intención de acceder a los requerimientos de él, ni a los de ningún otro hombre. Su papel de virgen-madre, de evidentes connotaciones religiosas, va de la mano de su repulsión hacia el sexo, cuyo origen Unamuno nunca nos aclara.
Era inevitable, por tanto, que la adaptación de Miguel Picazo girase en gran medida sobre ese misterio, aportando de su propia cosecha ingredientes contextuales que de algún modo sugirieran lo que pasaba por la mente de la tía Tula. Unamuno, siempre concentrado en la construcción de mundos interiores, no se había preocupado de precisar el entorno social, espacial o temporal en el que se desarrollaba su historia. El cine, por su propia naturaleza visual, normalmente necesita establecerlos, pero en este caso, además, revelan las intenciones de los adaptadores.
La España que vemos en la película es una España contemporánea a su realización —se habla de comprar un televisor—, pero es una España encarnada en una ciudad de provincias «cada vez más aburrida» y que podría ser la misma de Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956). En ese contexto, donde todavía las costumbres están muy ritualizadas bajo la égida del catolicismo, se crea un entorno para su protagonista que no existía en la novela. Vemos que tiene una vida social muy activa dentro del beaterio que la circunda, con la organización de roperos para pobres y reuniones con sus amigas. El único hombre de ese ambiente, el sacerdote de su parroquia (José María Prada), será también el único que intentará, sin conseguirlo —es un hombre, al fin y al cabo—, entender el extraño comportamiento de Tula: ni quiere casarse, ni quiere salir de la casa de su cuñado.
Es una mujer independiente a su manera, pues quiere ser madre de sus sobrinos sin tener que soportar a ningún hombre. La evidente repulsión que siente hacia estos y hacia todo lo sexual no se explica de modo expreso, pero el contexto religioso que la rodea no puede ser ajeno a ello. Lo que en Unamuno solo es un caso individual, producto de sus indagaciones sobre el alma humana, en la película se convierte en el síntoma de una sociedad reprimida. La desoladora escena de los hombres que van al campo a encontrarse con las prostitutas de la ciudad expresa muy bien la insatisfacción con que se vivía la sexualidad. El hecho de que ese momento preceda precisamente a la escena del intento de violación de su cuñada por parte de Ramiro —cosa que nunca sucedía en la novela—, y que posteriormente éste deje embarazada a una chica de la familia, con la que se casará para guardar las apariencias —en la novela le obligaba Tula para evitar su propio matrimonio con él—, no hace más que reflejar una preocupación social de la que carecía Unamuno.
Sin embargo, el misterio psicológico de Tula se mantiene hasta el final. En el último plano, cuando Tula se queda sola y pronuncia el nombre de Ramiro, se nos sugiere que lo ama, que siente su pérdida y, por tanto, que se ha quedado sola por su intransigencia. Pero ¿lo ama como mujer o solo como una madre a un hijo? El misterio, por tanto, sigue en pie.