Unamuno en el cine español (1): Abel Sánchez (1946)
Iniciamos una nueva serie de artículos –publicados previamente en la web del Instituto Cervantes– sobre otro de nuestros grandes escritores: Miguel de Unamuno y Jugo (1864-1936). Su obra ofrece personajes con oscuros vericuetos psicológicos que el cine español, por ahora, ha aprovechado muy poco. La primera, Abel Sánchez, ha quedado como una película insólita en el difícil panorama de la postguerra.
Como ha sucedido con otros muchos insignes escritores de nuestra literatura, Miguel de Unamuno (1864-1936) no ha gozado de mucha suerte cinematográfica si nos atenemos a la cantidad de adaptaciones realizadas. Aunque su paso al dominio público quizá facilite su vuelta a las pantallas, por ahora solo contamos con cinco, la última de ellas hace ya más de tres décadas. Ahora bien, si tenemos en cuenta la dificultad que entraña plasmar su obra narrativa en imágenes, podemos considerar que no ha tenido tan mala fortuna.
Al contrario que Pérez Galdós, por poner un ejemplo a su altura, sus novelas no son una sucesión de dinámicos acontecimientos ni constituyen un amplio fresco sociohistórico repleto de personajes atractivos para ser llevados al cine. No, Unamuno tiende más bien hacia la introspección y la reflexión filosófica sirviéndose de personajes simbólicos concebidos para el desarrollo de su discurso ideológico, sin preocuparse demasiado por la verosimilitud de las situaciones ni por elaborar complejos caracteres, personas de carne y hueso con los que identificarse fácilmente.
A esta dificultad se debe sumar el hecho de que sus indagaciones metafísicas suelen conducir a conclusiones descorazonadoras, amargas y, por tanto, poco satisfactorias para el público cinematográfico común. Por eso, que Abel Sánchez (1917), una novela cuyo tema central es la envidia y en cuyo desarrollo se deslizan disquisiciones espirituales francamente heterodoxas en torno al tema bíblico de Caín y Abel, pudiera llegar al cine en 1946 produce cierta sorpresa aunque no se especifique —al contrario de lo que hace Unamuno— el contexto geográfico: España.
La historia del patológico odio de Joaquín Monegro (Manuel Luna) hacia su amigo Abel Sánchez (Roberto Rey) exigía un tratamiento cinematográfico muy psicológico, una puesta en escena que permitiera adentrarse en las simas interiores de un personaje antipático, un envidioso sin remedio que, sin embargo, acaba siendo digno de compasión. La adaptación del debutante Carlos Serrano de Osma, uno de los realizadores más insólitos de nuestro cine, destaca en el contexto cinematográfico de la época por una voluntad de estilo muy notoria y moderna, sin dejar por ello de ser coherente con la necesidad de expresar los tormentos interiores del personaje central.
La película, a diferencia de la novela, se inicia en el preciso instante de la muerte del protagonista para, a continuación, contar en un único flashback todo su pasado. La puesta en escena, con el difunto en su lecho de muerte bajo un gran crucifijo, y la familia a su alrededor bajo una iluminación de claroscuros muy marcados y una composición de planos muy forzados —es evidente la influencia tanto de las vanguardias del cine mudo como de Orson Welles—, consigue imprimir cierto tono de pesadilla a la atormentada vida de Joaquín. El propio narrador expresa a mitad de película, cuando se produce una larga elipsis, esa intención onírica: «si la vida es sueño y estamos hechos de la madera de los sueños, el sueño de estas vidas continuó».
La personalidad obsesiva de su protagonista se manifiesta con matices de interpretación y, sobre todo, mediante metáforas visuales que quizá hoy parezcan ingenuas —la vela que se apaga, la imagen partida en dos—, pero que demuestran una intención experimental infrecuente en el cine español de aquella época. La prosa esquemática de Unamuno, dirigida siempre sin florituras al núcleo de la cuestión que le preocupa, encuentra aquí su expresión fílmica mediante procedimientos muy opuestos, forzando las posibilidades del lenguaje cinematográfico. Eso sí, sus directos diálogos se conservan en gran parte tal y como estaban en la nivola, y, por tanto, también muchas de sus atrevidas ideas.