El Quijote en el cine español (2): El caballero don Quijote (2002)
Ahora que nuestras autoridades se afanan en remover viejos despojos en busca de los huesos de nuestro célebre Cervantes, el Instituto de su mismo nombre me ha encargado una serie de cuatro artículos sobre las adaptaciones que el cine español ha realizado de su Don Quijote de La Mancha. Se irán publicando cada dos semanas en la sección Rinconete de esa institución y poco después en este mismo blog. En esta segunda entrega, publicada hace unos días, abordamos la sugerente versión de 2002:
Si en el anterior artículo vimos que la versión de Rafael Gil de 1948 era una operación de prestigio en consonancia con los deseos de las instituciones franquistas de difundir el patrimonio cultural hispano, el Quijote de Manuel Gutiérrez Aragón no fue menos consecuencia de una política cultural muy similar por parte del Estado en los años de la democracia.
Preocupada por acercar a los televidentes las obras y personajes de mayor importancia de nuestra cultura, Televisión Española produjo desde finales de los años setenta biografías históricas —entre ellas, una sobre Cervantes— y adaptaciones literarias de grandes obras como la Celestina, Fortunata y Jacinta o Cañas y barro. Aunque a finales de los años ochenta ya eran menos frecuentes, esta tendencia encontró su grandiosa culminación con la serie El Quijote de Miguel de Cervantes, emitida en 1992. Sin embargo, su enorme presupuesto y la crisis económica de la televisión pública cercenó por la mitad el proyecto, de modo que su director, Gutiérrez Aragón, solo pudo finalizar la primera parte de la adaptación. Cuando, diez años después, el mismo realizador tuvo la posibilidad de retomar la novela —apoyado por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, organismo del Ministerio de Cultura creado ese mismo año—, el proyecto se convirtió en un largometraje cinematográfico que abarcaría solamente la segunda parte, es decir, continuaría la acción donde la serie había concluido.
Al contrario que Rafael Gil, Gutiérrez Aragón se despreocupa de ser totalmente fiel a los acontecimientos de la novela para intentar algo más sustancial: emular la modernidad narrativa de Cervantes al mismo tiempo que imprimir sugerentes matices a la conducta quijotesca. No le importa trasgredir la iconografía clásica optando por un Quijote corpulento (Juan Luis Galiardo) y un Sancho Panza delgado y joven (Carlos Iglesias) porque no es ahí donde, a su entender, se encuentra la fidelidad a la obra, sino en indagar en el juego metaficcional desdeñado por la versión de Rafael Gil y en buscar nuevas perspectivas desde las que acercarse a su protagonista. De este modo, no desaprovecha la oportunidad de introducir en la diégesis de la película la primera parte de la novela, igual que hiciera Cervantes. Desde un inicio sabemos que don Quijote es famoso gracias a esa primera parte de sus aventuras, comentadas con entusiasmo por el bachiller Sansón Carrasco (Santiago Ramos). También se hace referencia al Quijote apócrifo de Avellaneda, a quien don Quijote decide buscar cuando es advertido de su existencia. Pero además de estas situaciones extraídas del libro, Gutiérrez Aragón profundiza en este juego especular confrontando a don Quijote con unos comediantes que escenifican la aventura de los molinos de viento y con el actor que encarna a su persona, interpretado por el mismo Juan Luis Galiardo. Seguramente este encuentro habría satisfecho y divertido al propio Cervantes, pero lo más sugerente de esta original secuencia es que incide en la posibilidad de que don Quijote sea consciente de su condición de personaje de ficción, como se insinúa en otros dos momentos clave.
En el primero, don Quijote no solo recita un monólogo reafirmando su fidelidad a Dulcinea del Toboso como si de un actor teatral se tratara, sino que además lo finaliza mirando directamente a la cámara, rompiendo la cuarta pared entre el personaje y el espectador. En el segundo, más sugerente por las dudas interpretativas que suscita, nuestro protagonista observa escondido a Dulcinea y descubre que en realidad es un hombre disfrazado (Juan Diego Botto). Su reacción, apartándose confundido de esa visión, no nos aclara su íntimo pensamiento. ¿Justificará este descubrimiento, como siempre, como obra de un encantamiento? ¿Seguirá autoengañándose a pesar de haber visto una verdad que quizá ya sospechaba? ¿O será más bien que desea mirar a otro lado y seguir disfrutando de la ficción, del personaje caballeresco que interpreta, antes de volver a la cruda realidad? En la ambigüedad de ese instante se encuentra un buen ejemplo del valor de esta adaptación.
Por otro lado, esa realidad que parece temer y a la que se ve arrastrado, la de su debilidad física, la del hambre y las ropas destrozadas, es la que finalmente, cuando llegue al mar y presienta su final, convierte a don Quijote en un ser desvalido y acabado. El tono crepuscular de la película, con su fotografía en tonos ocres, también incide en ello. Su muerte, sin embargo, no significa el final de sus ideales. Sancho Panza, con el que tanto ha discutido y peleado, en la última secuencia dice estar dispuesto a correr más aventuras si don Quijote se lo vuelve a pedir. Y no nos cabe duda de que así sería.