Cinema Nostrum

Blog de Rafael Nieto Jiménez, historiador del cine y empresario audiovisual

Crítica en 200 palabras (o casi): Master and Commander (2003)

Master

Lugar de proyección: mi hogar, dulce hogar.

Formato de proyección: Blu-ray.

Valoración: ★★★★ (Seguro que volveré a verla).

Ahí va la crítica:

Master and Commander (Peter Weir, 2003): Quizás esta haya sido la última película de aventuras marinas a la antigua usanza, es decir, protagonizada por personajes de carne y hueso cuyas acciones heroicas se producen dentro de una realidad plausible, no como ese mismo año demostraría la circense Piratas del Caribe: la maldición de la Perla Negra (Gore Verbinski, 2003). La persecución de un barco francés enemigo, al que los ingleses quieren eliminar a toda costa, se convierte en una obsesión para el capitán interpretado por Russell Crowe. La épica de este combate desigual se desarrolla de la manera más atractiva visualmente, pero sus grandes momentos se encuentran sobre todo en el lado humano. La amistad con el médico de abordo, la relación con los oficiales o el trato a la marinería sirven para describir a un personaje más amable de lo esperado en el género. Ni siquiera hay una mujer que le estorbe en sus aventuras, ni descanso del guerrero que entorpezca la narración, sino una aventura sin fin que está a la altura de los clásicos que disfrutábamos los sábados por la tarde de la mano de directores como Raoul Walsh, Robert Siodmak o Fritz Lang, hoy me temo que desconocidos para muchos jóvenes.

Criterio de valoración:
● (No debería haberla visto)
★ (Espero no volver a verla)
★★ (Podría volver a verla)
★★★ (Quizá la vuelva a ver)
★★★★ (Seguro que volveré a verla)
★★★★★ (La veré varias veces)

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11 pensamientos en “Crítica en 200 palabras (o casi): Master and Commander (2003)

  1. Fernando en dijo:

    Yo opino que esta película del deplorable Peter Weir es un bodrio «de luxe» o, en otras palabras, un lánguido y apático tostón. Cuando la vi por primera y única vez, hace un par de décadas, en los primeros días de su estreno en España, dije en voz alta al encenderse las luces de la sala (donde, dicho sea de paso, no había más de diez espectadores): «100 millones de dólares tirados a la basura»; y la persona que me acompañaba aquella vez convino de buena gana: «Vaya que sí.»

    La verdad es que sería imposible concebir una película de aventuras menos aventurera que «Master and Commander». Después de presentarnos un arranque más o menos prometedor que dura unos diez minutos, y hasta que llegamos a un desenlace más o menos gracioso que dura otros diez minutos, lo restante consiste en un intervalo de dos horas de cine (si a eso podemos llamarlo cine) estático, discursivo, filosofeante, pseudohumanista, plomizo, repetitivo, pretencioso, lentorro, etc. Casi todo el rato, lo único que hacemos como espectadores es asistir, desesperados, a una enorme cantidad de insulsas conversaciones entre dos o tres personajes inmóviles -ora sentados, ora de pie- en las cuales nadie dice alguna cosa mínimamente divertida o profunda, y que versan formulariamente sobre las condiciones climáticas, la fauna y la flora descubiertas, los conceptos del honor y la profesionalidad, las tácticas de evasión y persecución, bla, bla, bla. Y casi nunca pasa nada memorable o siquiera digno de nota: sólo hay cháchara y más cháchara, que en realidad no es sino continua inacción, para rellenar con espuria paja unos inacabables tiempos muertos.

    A todo esto, no entiendo qué pinta aquí la alusión de nuestro querido bloguero a Fritz Lang. Soslayando el hecho de que en su carrera hay algunos inquietantes altibajos de calidad y unos cuantos patinazos parciales o totales (que sus apologistas más fanáticos no siempre han estado bien dispuestos a reconocer), Fritz Lang es indiscutiblemente uno de los directores más grandes que existieron, existen y existirán, lo cual lo coloca, desde la perspectiva de la calidad artística, a siglos-luz de ese blando y amanerado farsante llamado Peter Weir, y además no cuenta con ninguna película de ambiente marino en toda su carrera. La única obra suya que, forzando muchísimo la imaginación, se aproxima un poco a estar ambientada en dicho entorno es «Moonfleet». Pero sucede que la práctica totalidad de «Moonfleet» se desarrolla tierra adentro, y en ella no figuran más que unos pocos y escuetos planos de una playa al principìo, a la mitad y al final; no hay más visiones del mar en este filme. Por otro lado, y como bien dijo Miguel Marías en cierta ocasión, «Moonfleet» es, al igual que «Vértigo» o «El hombre que mató a Liberty Valance», una de esas películas que parecen haber sido creadas primordialmente para el disfrute del cinéfilo porque lo tienen TODO. A mí no se me ocurriría fácilmente un contraste más acentuado que el que ofrecería su comparación con «Master and Commander», que es una película que, si se rasca bajo el barniz de su tedioso envoltorio, no tiene NADA.

    «Master and Commander» es únicamente un vacío capricho de nuevo rico. En cambio, «Moonfleet» es esencialmente uno de los filmes más hermosos, intensos e inolvidables que cabe ver y oír. Entra dentro de lo posible que la Metro-Goldwyn-Mayer lo ideara originariamente como una tópica y adocenada narración «de capa y espada», y que Lang aceptara dirigirlo como un mero encarguito alimenticio y sólo intentara emular mercenariamente a los más rutinarios cultivadores del género, pero a veces la genialidad lo desbarata todo y hay alguna oscura interferencia del buen gusto, alguna fijación en lo exquisito. Quizá sin darse cuenta (que es la mejor manera de realizar una obra maestra), Lang lo transformó en un poema rotundamente maduro y adulto, delicadamente lúgubre y melancólico. Yo no se lo recomendaría en general a un público infantil, por más que un niño sea su personaje protagonista; no se lo recomendaría más de lo que le recomendaría «La noche del cazador». Ambas películas pueden provocarles pesadillas e incluso heridas emocionales a los tiernos infantes que las vean sin previo aviso, a menos que se trate de unos superdotados precoces.

    Si alguien busca relatos cinematográficos sobre capitanes de navíos, o sobre comandantes de buques de guerra, yo dirigiría su atención más bien hacia la excelente «Primera victoria» de Otto Preminger o, mejor aún, hacia la embriagadora «Rebelión a bordo» de Lewis Milestone. ESO es aunar épica e intimismo, la calidad y la comercialidad, un género popular y una visión personal, mucho aliento aventurero y mucha reflexión crítica. Así, pues, olvidémonos de la lastimosa farfolla de Peter Weir, de quien he tenido la desgracia de ver también «Pícnic en Hanging Rock» y «Único testigo»: dos cintas igual de estúpidas e igual de soporíferas que «Master and Commander». Yo dudo que en el futuro me asalten impulsos de concederle a este directorzuelo otra oportunidad de darme la tabarra y de agotar mi paciencia; la vida es demasiado corta para perder irrecuperablemente el tiempo con majaderías disfrazadas de sublimidades.

  2. Fernando en dijo:

    Déjanos sufrir en guerra, ¡muera Peter Weir! (Muy Sr. mío, lo suyo ha sido una digresión; aún espero su argumento. Pero, como puede ver, yo también sé jugar a ese juego.)

  3. Fernando en dijo:

    Ah, ¿conque ésas tenemos? Esto ocurre cuando a alguien se le terminan los argumentos de peso. Entonces se cancela cualquier diálogo analítico y se imponen los arrebatos emocionales y los tajantes exabruptos. Se apela al imperativo categórico de la entrepierna, al «Porque lo digo yo». Se rebaja el debate al nivel del griterío de una hinchada futbolística exaltada. Se recurre al método, tan propio de los gobiernos totalitarios, consistente en negarse a toda rendición de cuentas, cosa que indica a las claras que hay negocios turbios que encubrir.

    El negocio turbio que aquí hay que encubrir es una absurda necesidad de empeñarse denodadamente, contra viento y marea (nunca mejor dicho), en defender lo indefendible: la oceanografía del tedio, un «gran espectáculo» que por su falta de brío y de lustre tiene muy poco de espectacular, unas «aventuras sin fin» que por su generalizado estancamiento y apagamiento resultan ser unas aventuras sin principio.

    La próxima vez que te sientas tentado de reprocharle a Carlos Boyero lo que tú calificarías como su visceralidad, o su actitud infantil e irracional, mírate primero en el espejo.

    Con tu permiso o sin él, aprovecharé el presente espacio para agregar una coda a mis observaciones acerca de Fritz Lang. Siempre es grato ver películas de directores como él, que realmente saben lo que hacen; lo cierto es que no hay muchos así, y Peter Weir obviamente no es uno de ellos. En verdad no sé qué hacemos dedicando nuestros preciosos esfuerzos a hablar de un inepto pelmazo como Weir, cuando podríamos pasarnos deliciosas horas enteras festejando a Lang. Mr. Weir aburre con una inversión de toneladas de dinero, Herr Lang apasiona con un despliegue de toneladas de talento.

    A los cinéfilos relativamente novatos que se pasen a curiosear por este blog, y que no hayan tenido mucho contacto con la obra de Fritz Lang y alberguen la intención de conocerla, me gustaría prevenirles que harían bien en guardar una sana distancia prudencial con respecto a «Metrópolis» (1927) y «M» (1931), pues aun cuando estos dos filmes no carecen totalmente de interés son unos decepcionantes mazacotes bienintencionados, digan lo que digan las impersonales enciclopedias del cine y los comentaristas que nunca en su vida han escrito una sola línea auténticamente arriesgada y sentida. Es preferible encaminarse directamente al imbatible trío de obras maestras constituido por «Los sobornados» (1953), «Moonfleet» (1955) y «Mientras Nueva York duerme» (1956). Yo garantizo que cualquier espectador que posea un mínimo de sensibilidad e inteligencia y que las vea con un mínimo de atención y respeto no las olvidará jamás. ESO son películas profundamente humanas con unos personajes de carne y hueso que viven aventuras sin fin y de la mejor clase: una sabia combinación de la aventura física exterior y la aventura espiritual interior.

    Como diría Shakespeare, «el resto es silencio»; o, como diría más vulgarmente un servidor, «lo demás son patochadas», por muchos aires de solemnidad con que aspiren a revestirse. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

    • Te equivocas, el problema de Carlos Boyero no es que sea emocional, sino que suele hablar de sus estados de ánimo, no de las películas.
      El cine es emoción también, y si a mí la película me ha encantado, me lo ha hecho pasar estupendamente, no hay discusión posible, por eso la he visto tres veces. Si a ti no te ha gustado, ¡qué le vamos a hacer! No te voy a convencer de los contrario. Tampoco es que analices nada realmente en profundidad, sino que ensartas muchos adjetivos que, en definitiva, son también subjetivos.

  4. Fernando en dijo:

    Te equivocas tú. Carlos Boyero, excepto en las columnas periodísticas en que aborda asuntos no cinematográficos, habla de los estados de ánimo que le causa cada película, lo cual SÍ es hablar de las películas y, por otra parte, nada tendría de malo si además se molestara un poco en analizar detalladamente, o siquiera someramente, mediante qué combinación de recursos expresivos ha logrado cada película causar esos estados de ánimo en él. Ése y no otro es el problema que tiene Carlos Boyero, al margen de su tosco estilo de redactar. De todas maneras, yo lo aprecio como crítico y me es útil; lo considero como una buena brújula intuitiva; suelo fiarme de sus juicios porque coincido con ellos la mayoría de las veces. Aun así procuro en mis aportaciones a este blog, ignoro con cuánto éxito, no caer yo mismo en sus defectos.

    Dicho esto, aquilatemos otras cuestiones.

    A pesar de que el cine sea emoción también, hay discusión posible, ahora y siempre. En este caso concreto, las dificultades surgen del hecho de que tú ensalzas «Master and Commander» a base de afirmar que contiene elementos, tales como un «gran espectáculo» y unas «aventuras sin fin», que cualquiera puede comprobar que simplemente no están ahí. Tanto daría elogiar a un calvo por su lustrosa mata de cabellos o a un sordo por su fina agudeza auditiva. Uno puede sentir disfrute o disgusto, según su forma de ser, ante la rojez de una silla roja; pero ¿cómo puede nadie sentir nada, positivo o negativo, ante la (inexistente) rojez de una silla exclusivamente verde?

    Créeme cuando te digo que yo habría sido el primero en entusiasmarme con «Master and Commander» si verdaderamente hubiera visto en ella un «gran espectáculo». Pero no hay tal cosa, nunca la hubo y nunca la habrá. ¿Qué extraño espejismo te mueve a hablar de «aventuras sin fin» a propósito de un filme con una sola peripecia, muy limitada, que permanece congelada y paralizada durante casi todo su metraje -un metraje artificialmente estirado como un chicle- y que lo único que ofrece es empantanamiento verborreico y rumiación existencialista? Esto no es una opinión subjetiva; es un hecho incontrovertible. Y, ya que mencionaste, muchas líneas más arriba, a Raoul Walsh, añadiré que descubrí recientemente (no la había visto antes) «El hidalgo de los mares», otra película sobre un comandante de un buque de guerra, y quedé maravillado ante su agilidad y su encanto, que convierten su visión en una gozosa experiencia. Nada de esto puede hallarse ni remotamente, aunque busquemos con lupa, en «Master and Commander».

    Yo he intentado analizar en profundidad las razones de mi indignada insatisfacción respecto de este inútil mastodonte facturado por Peter Weir. Si no lo he conseguido y me he quedado en un nivel epidérmico (yo no soy quién para juzgarme a mí mismo), lo lamento sinceramente; mas puedo decir en mi descargo que hice honradamente todo cuanto estaba a mi alcance, en la medida en que lo permite la concisión exigida por la sección de comentarios en un blog. Acaso necesitaría la extensión entera de un pormenorizado capítulo de libro para satisfacerte en ese sentido, pero creo sinceramente que la película no lo merece y, por lo demás, nadie iba a pagarme por ello y mi desinteresado altruismo no da tanto de sí.

    Igual de sinceramente lamento que no te fascinen mis sartas de adjetivos. Pero si uno pretende matizar debe poner atención en los calificativos, sobre todo cuando se expone una idea en una página escrita y se quiere exponerla con claridad, precisión y esmero. Los calificativos son indispensables para hacer distinciones. Un observador no es nada sin su nomenclatura, sin sus compartimentaciones de tipologías y variedades. Pero el día en que volvamos a vernos en persona probaré a explicarme por medio de mímica y pantomima; a ver qué pasa.

    • Entonces todo se reduce a que yo veo un gran espectáculo, y tú no, pues peor para ti. Aunque fuera una ilusión mía, bien que la he disfrutado tres veces, y seguiré disfrutándola. Ojalá fueran siempre tan provechosas las ilusiones.

  5. Fernando en dijo:

    Ten gran precaución con las ilusiones. Jamás de los jamases son provechosas, aunque lo parezcan inicialmente. Por muy gratificantes que sean a corto plazo, a la larga siempre se pagan… y casi siempre a un precio exorbitante. ¿Qué será lo próximo? ¿Alabarás «Siete novias para siete hermanos» por sus contundentes secuencias bélicas y «Doce del patíbulo» por sus alegres números musicales? Sin embargo, admito que la perspectiva no carece de potencialidades cómicas.

    Quienes me conocen una pizca saben de mi amor incondicional por la mar, los barcos y los navegantes. Así, pues, para que yo abomine de una película que contenga una generosa dosis de estos tres ingredientes ya tiene que ser rematadamente mala.

    Como colofón te advierto que, si alguna vez vuelves a intentar, mediante mandatos despóticos y vivas y hurras de cuartel legionario, reprimirme y descalificarme por haberme atrevido yo a formular verdades incómodas, replicaré con estos versos de Quevedo que a continuación cito salteados:
    «No he de callar por más que con el dedo,
    ya tocando la boca o ya la frente,
    silencio avises o amenaces miedo.
    En otros siglos pudo ser pecado
    el severo estudio, y la verdad desnuda,
    y romper el silencio el bien hablado.
    ¿No ha de haber un espíritu valiente?
    ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
    ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?»

    • Olvidas que en mi blog mando yo, y como dictador magnánimo que soy, tolero la disidencia. Me bastaría con dar a un botón para callarte, jojojo, pero esto sería más aburrido.
      ¡Viva Peter Weir!

  6. Fernando en dijo:

    Vaya, vaya. En mi despiste no había caído en la cuenta de que este blog es una dictadura… o una «dictablanda», ya que para maquillar la militarizada y fanática realidad se autoriza magnánimamente alguna que otra manifestación pacífica de protesta. Quizá eso sea parte del fomento de las ilusiones al cual te declaras afecto.

    Debería replantearme si seguir colaborando aquí, pues por principio soy enemigo acérrimo de cualquier modalidad de tiranía: física o espiritual, descarada o encubierta. Ahora bien, la gran ventaja que tiene para mí este Cinema Nostrum, a semejanza de tantos otros Estados totalitarios, es que constituye un paraíso fiscal; me refiero a que aquí circulan libremente mis capitales (capitales no monetarios sino intelectuales). Ya sabemos que la humanidad se divide en dos categorías, que son la de quienes lo harían todo por dinero y la de quienes lo harían casi todo. Yo no soy incorruptible, pero tampoco soy de ésos que hasta pagarían por venderse: se me puede sobornar, pero cobro mucho por perder el honor.

    Así que todavía merodearé por aquí algún tiempo, habida cuenta de los sustanciosos réditos psicológicos. Todo sea por amor al arte, naturalmente.

    No obstante, si llegaras a «bloquearme» o «banearme» o como-demonios-se-diga-eso, sería una medida inútil, aparte de que constituiría una implícita confesión tuya de impotente derrota ante mi soberana elocuencia, jijiji. Sería una medida inútil porque siempre me quedaría la posibilidad de fundar yo mismo otro blog, que bautizaría como Cinema Vuestrum, para contraatacarte -enzarzándonos los dos en un singular combate al modo de la fragata «Surprise» y el buque «Acheron»- hasta hundirte yo irremisiblemente con unos cuantos hábiles cañonazos bajo la línea de flotación.

    Pero qué pereza, ufff. Parafraseando a los «hippies»: hagan la amistad, no la guerra.

    De todas formas, ¡Peter Weir al paredón, sin piedad ni perdón!

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