Cinema Nostrum

Blog de Rafael Nieto Jiménez, historiador del cine y empresario audiovisual

Crítica en 200 palabras (o casi): La Venus rubia (1932)

Venus

Lugar de proyección: el hogar, dulce hogar, de mis padres.

Formato de proyección: Blu-ray.

Valoración: ★★★ (Quizá la vuelva a ver).

Ahí va la crítica:

La Venus rubia (Josef von Sternberg, 1932): A veces no importaba demasiado la verosimilitud, Marlene podía lucir un aspecto inmejorable, seductora y misteriosa, aunque interpretara a una ama de casa sin recursos económicos. Importaba mucho más esculpir con la luz su rostro en todos los primeros planos que la narración permitiera a su director brindarle. Pocas veces un realizador ha supeditado tanto su labor a la construcción de un mito, y de un modo tan indeleble que cada mirada de la Dietrich todavía hoy nos fascina. El minucioso trabajo fotográfico y escenográfico de Sternberg consigue ocultar otras debilidades, principalmente narrativas, de este drama sobre el sacrificio de una mujer para salvar primero a su marido –se entrega a otro hombre para pagarle un tratamiento médico–, y después a su hijo –acepta dejarlo con el padre y alejarse de él–, mientras se gana la vida cantando y aceptando “favores” de sus admiradores. Es un folletín difícilmente asumible hoy en día, y con un final impuesto por la censura que también desbarata lo que tiene de atrevido por poner en duda la institución matrimonial, reflejar indirectamente la depresión económica y moral de la época, e incluso atreverse a iniciar el relato con unos sugerentes desnudos femeninos.

Criterio de valoración:
● (No debería haberla visto)
★ (Espero no volver a verla)
★★ (Podría volver a verla)
★★★ (Quizá la vuelva a ver)
★★★★ (Seguro que volveré a verla)
★★★★★ (La veré varias veces)

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10 pensamientos en “Crítica en 200 palabras (o casi): La Venus rubia (1932)

  1. Fernando en dijo:

    A mi modo de ver (nunca mejor dicho, tratándose de cine), lo que distingue a un director realmente valioso de la inmensa multitud de los directores de pacotilla es su capacidad, incluso en las condiciones materiales y espirituales más adversas, de contar historias, transmitir ideas y provocar emociones… con independencia de cuáles sean esas historias, esas ideas y esas emociones. El obsesivamente perfeccionista Sternberg, viejo favorito mío, solía lograr eso como pocos, y por medios estrictamente cinematográficos: componiendo los encuadres, decidiendo cuándo y cómo mover la cámara o dejarla estática, controlando milimétricamente la distribución de luces y sombras en la iluminación, calculando con exactitud la duración de cada plano, y estableciendo el momento oportuno de cada cambio de ángulo en el montaje; asimismo, claro está, guiando minuciosa y tiránicamente a todos sus actores, incluso los habitualmente mediocres o malos, hasta extraerles unas interpretaciones irreprochables de acuerdo con el contexto en que están insertas.

    Son escasos los cineastas que lo superan o igualan en ese arte, cada vez más perdido, de crear espléndido cine puro incluso a partir de bases harto discutibles. Y para mí es un caso paradigmático la maravillosa «La Venus rubia» que, dentro de su notable serie de siete melodramas protagonizados por Marlene Dietrich, constituye su segundo mayor logro por detrás de esa rotunda obra maestra que es «Capricho imperial».

    El argumento de «La Venus rubia», examinado sobre el papel, puede parecer delirante y folletinesco; visto en pantalla, se transforma en un prodigio de refinamiento y elegancia. El sutil «crescendo» de su emotividad sigue la técnica de cocinar a fuego lento, y así va ganando en intensidad desde un inicio tibio hasta un final que deja los ojos de los espectadores anegados de lágrimas. Al menos fue eso lo que le pasó al espectador concreto que firma las presentes líneas.

    A mí no me suscita esta película los pequeños problemas ideológicos que parecen haber empañado un poco el disfrute del querido autor y gestor de este blog, quien otras veces, sin embargo, ha disculpado con entusiasmo esos mismos problemas; por ejemplo, en la muy mediana «Río Grande» de John Ford.

    ¡Nada de discriminaciones positivas o negativas! La vara de medir que es buena para John Ford debería serlo también para Sternberg, quien por lo que sé no es un cineasta de menor estatura artística.

    Yo disto mucho de creer que la institución judeocristiana del matrimonio monógamo dedicado a la procreación de hijos constituya la panacea contra todas las calamidades humanas. Pero no soy hasta tal extremo un fanático obsesivo que por ello rebaje a los cineastas que, ya sea por convicción sincera o por imposición censora, abrazan esporádica o permanentemente esa creencia. Y aun es posible que semejantes cineastas tengan una pizquita de razón al abrazarla, y que en uno o dos de cada diez casos la vida conyugal entendida de ese modo sea una experiencia gloriosamente satisfactoria. Así, pues, ¿por qué empeñarse en desaconsejarla indiscriminadamente, y por qué disuadir de antemano a todos aquéllos que con plena legitimidad están dispuestos a probar suerte, de forma voluntaria, tras haberse informado de las ventajas y las desventajas?

    • Me malinterpretas, yo solo describo lo que la película tiene de atrevido para su época, pero considero que el final desbarata esa línea discursiva, como el propio Sternberg y Dietrich sabían, pues lucharon sin éxito por rodar el final inicialmente previsto. La vuelta al hogar es de lo más forzado que se haya visto en cine, casi como sucedía en las películas del franquismo.

  2. Fernando en dijo:

    Yo me atrevería a afirmar que Sternberg, una vez enterado de cuál iba a ser el inmodificable final de la película, hizo, de manera consciente o inconsciente, todo cuanto estaba artísticamente a su alcance, que era mucho, para que el conjunto armonizara sin fisuras. En realidad no lo sé a ciencia cierta; sólo son suposiciones mías, pero adivino que son suposiciones acertadas, a tenor del inmejorable resultado.

    Por lo demás, Sternberg siempre dijo abiertamente, ante cualquiera que quisiese escucharlo (por lo visto debió de tener pocos oyentes; en todos los ámbitos hay cosas que la gente prefiere no saber), que le importaban un bledo los argumentos de sus películas y que para él suponían tan sólo un pretexto para desplegar toda su inventiva audiovisual, que era la verdadera creadora de sentido y emociones. Lo cual no es más que lo que deber ser. Muy bien dicho; sí, señor. Lo fundamental no es la historia tratada, sino la forma de tratarla. Ojalá algún día se le meta esto en la cabeza a la generalidad de los cineastas, los críticos y los espectadores, porque ese día el cine dará un paso de gigante. Pero no caerá esa breva, me temo.

    Y poco sentido tiene traer aquí a colación las películas del franquismo. Entiendo que en España jamás ha habido un cineasta que le llegue a Sternberg a la altura de la suela de los zapatos: ni antes ni durante ni después de Franco. Qué más quisieran ellos.

    Es siempre odioso recurrir al argumento de autoridad para apuntalar las opiniones propias, pero hoy voy a hacer una excepción. Citaré extractos literales de dos libros de cine que aprecio mucho.

    Cita de «Mi último suspiro», la autobiografía de Luis Buñuel:
    «En mi opinión, Sternberg no se distingue precisamente por la originalidad de los temas que trata. Suele partir de melodramas baratos, de historias triviales que él transforma con su dirección.»

    Cita del prólogo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares a la edición impresa de «Los orilleros» y «El paraíso de los creyentes», dos guiones que escribieron en colaboración:
    «Los dos films que integran este volumen aceptan, o quisieron aceptar, las diversas convenciones del cinematógrafo. No nos atrajo al escribirlos un propósito de innovación: abordar un género e innovar en él nos pareció excesiva temeridad. El lector de estas páginas hallará, previsiblemente, el ‘boy meets girl’ y el ‘happy ending’ o, como ya se dijo en la epístola al ‘magnífico y victorioso señor Cangrande della Scala’, el ‘tragicum principium et comicum finem’, las peripecias arriesgadas y el feliz desenlace. Es muy posible que tales convenciones sean deleznables; en cuanto a nosotros, hemos observado que los films que recordamos con más emoción -los de Sternberg, los de Lubitsch- las respetan sin mayor desventaja.»

    • Sí, un buen cineasta puede sacar partido de cualquier argumento, pero si el argumento es bueno, mejor para todos. A mí sí me importa el contenido, el cine no es solo forma, también debe tener sentido y coherencia narrativos. «La Venus rubia» es una buena película, por eso le he dado tres estrellas, pero sería mejor con otro final más coherente con su desarrollo. Si a Sternberg no le importaban los argumentos, en su derecho está, claro, pero si le hubieran importado más quizás estaría a la altura de Lubitsch, que en esos mismos años nos dio «Una mujer para dos» con un final tan coherente como atrevido.
      Resumiendo, prefiero el equilibrio entre fondo y forma a una forma exuberante con un fondo mediocre, aunque, eso sí, eso es mejor que una forma vulgar con un fondo interesante.

  3. Fernando en dijo:

    Yo creía que hacía siglos que ya se había superado el académico y maniqueo debate entre forma y fondo en los dominios del arte; creía, como mínimo, que ya se había superado en todos los entornos donde merece la pena debatir. Para mí el problema está terminantemente zanjado casi desde que comencé a interesarme con cierta profundidad en las Bellas Artes: no hay distinción posible entre forma y fondo; son una y la misma cosa; el estilo no adorna el contenido, sino que LO CREA; lo que verdaderamente se dice surge de cómo se dice lo que aparentemente se dice.

    Por otro lado, ¿qué es un «buen argumento»? Mucho me temo que a ese respecto jamás existió ni existirá ningún criterio universal infalible, y que deberemos restringirnos, como siempre, a los baremos provisionales de una mera valoración subjetiva. Claro está que idéntico comentario cabe extender al problema de qué es un «buen tratamiento». (Por si alguien sintiera un ligero interés en hacerse idea de qué es eso a juicio de mi insignificante persona, recomiendo ver o rever las que yo considero las cuatro películas mejor filmadas que he conocido en el prolongado curso de mis actividades cinéfilas: «Cautivos del mal» de Vincente Minnelli, «Anatomía de un asesinato» de Otto Preminger, «Cleopatra» de Joseph L. Mankiewicz, y «El Dorado» de Howard Hawks. Opino que son cuatro lecciones magistrales e inmaculadas de «saber hacer» en el campo de la dirección cinematográfica.)

    Recuerdo que, algunos lustros atrás, tuve la buena fortuna de poder ver, en el Cinestudio del madrileño Círculo de Bellas Artes, en dos días diferentes pero casi seguidos, en maravillosas copias nuevas en 35 mm excelentemente subtituladas por mi bienamada distribuidora Cooper Films / Classic Films, dos películas que lamentablemente no había visto nunca antes y que me dejaron atónito por su abrumadora calidad: «La Venus rubia» de Josef von Sternberg y «Winchester 73» de Anthony Mann. Me enseñaron una vez más, si falta hiciere, lo lejos que llega el cine cuando el cine llega lejos; y también la insondable diferencia que hay entre frecuentar la obra de cineastas de fuste, directores de pura raza, y frecuentar la obra del resto de los mortales, directores perecederos de películas aún más perecederas que ellos mismos.

    Tanto Mann como Sternberg cogían argumentos trillados y manidos, y los convertían en sobrecogedores estudios de las más esenciales pasiones humanas y de los inevitables conflictos que éstas desencadenan; combinaban para ello razón y pasión, haciendo gala de una amplitud de miras y una madurez de dramaturgia admirables. Todo ello gracias únicamente a lo que no me canso de llamar la alta alquimia del estilo.

    Algo que no acabo de entender es la tendencia de este blog a hacer hincapié en la verosimilitud o inverosimilitud de la narración, sobre todo en películas donde este dilema no pinta nada y no tiene nada que hacer. Quizá lo entendería en el marco del cine latino-europeo, como por ejemplo el español o el italiano, que están comúnmente sobresaturados de costumbrismo y realismo, cosas que aburren a los niños y a los viejos, que son los únicos que dicen la verdad. Pero no lo entiendo en el marco de la tradición del mejor cine clásico hollywoodiense, que seguía la esplendorosa propensión de la literatura anglosajona de los siglos XVII, XVIII y XIX hacia el humorismo, las aventuras y la imaginación: fantasmas, asesinatos, piratas, y todo eso que tanto «mola».

    Cuando a un insigne cineasta se le hacen reproches de que no tiene verosimilitud narrativa ni profundidad psicológica, cabe defenderlo con una de estas dos afirmaciones: que sí las tiene o que nada importa que no las tenga. En el caso de Sternberg, sin ir más lejos, una mezcla de ambas afirmaciones sería la réplica ideal.

    Habré de hacer una segunda excepción y volver a recurrir al argumento de autoridad. Más arriba cité fragmentos de libros de Buñuel y de Borges y Bioy Casares que guardo en mi biblioteca particular, así que las citas fueron literales, sacando esos libros de su sitio y colocándolos delante de mis narices. A continuación cito de memoria unos breves extractos de entrevistas con Billy Wilder y Alfred Hitchcock leídas por mí en el pasado, cuyos originales desgraciadamente no conservo, y espero que mi recuerdo no los haya deformado mucho.

    Billy Wilder: «A veces se hacen en cine cosas que no rigen desde el punto de vista lógico, pero ay de quien se interesa por el triste aburrimiento de la lógica. Al fin y al cabo no fabricamos diamantes que la gente mirará con lupa. En nuestra profesión lo único que cuenta es la prestidigitación, el ilusionismo, Houdini. Hay que ser audaces y coger al toro por los cuernos. Tomemos el caso de ‘Con la muerte en los talones’. Cary Grant llega a una estación ferroviaria y, entre varias docenas de trenes, cada uno con varias docenas de vagones, va a esconderse justamente en el vagón donde viaja la espía Eva Marie Saint. Si usted reflexiona sobre esto, verá que es absurdo. Hitchcock, que es muy inteligente, habría podido tomarse la molestia de justificarlo con coherencia, lo cual le habría exigido quince minutos de metraje: tiempo suficiente para que el público se levante y se vaya al baño o a comprar palomitas. Pero Hitchcock agarra a los espectadores por el cuello y no los suelta. Lo importante es la emoción, y a ella debe sacrificarse todo.»

    Alfred Hitchcock: «Un crítico que me habla de verosimilitud es un tipo sin imaginación.»

    • Me temo que te tomas demasiadas molestias en defender una concepción del cine que solo es una entre otras muchas posibles. Fondo y forma son conceptos perfectamente válidos, pues de ellos nos servimos para distinguir cosas perfectamente separables aunque luego se sirvan juntas. Una cosa es ser un teórico y otra haber hecho cine, momento en el que te das cuenta de que el fondo te determina la forma dentro de un determinado abanico de posibilidades más o menos coherentes.
      En cuanto a la vieja polémica sobre la verosimilitud, yo siempre estaré entre los que la defienden, pues sin verosimilitud para mí no hay buen cine posible. Verosimilitud no quiere decir veracidad, como supongo ya sabes. Verosimilitud quiere decir que parece verdadero debido a la coherencia narrativa y expresiva. Hitchcock prescindía de la primera por vagancia, seguramente, y se defendía muy hábilmente de las críticas con argumentos como el que citas de Wilder. Pero intentar matar a alguien con una avioneta en un desierto es una estupidez inverosímil quiera Hitchcock o no. La fantasía tiene sus límites, a no ser que estemos hablando de cine surrealista o cosas similares.
      En este blog no se pretende establecer una verdad absoluta, solo doy mi modesta opinión desde una concepción del cine que solo es la mía, la única válida para mí a estas alturas de la vida. Cada uno disfruta del cine a su manera.

  4. Fernando en dijo:

    ¿Hitchcock vago? Jajaja. Matar a alguien con una avioneta en un desierto es, sin ningún género de dudas, una estupidez inverosímil en la vida real; pero en esa ficción, muy coherente con sus propias reglas, llamada «Con la muerte en los talones», quiera Rafael Nieto o no, es una metáfora inolvidablemente vívida de la soledad e indefensión de los seres humanos, expuestos a que el azar, los congéneres depredadores y un Universo hostil al que le importamos un comino nos aniquilen en el instante menos pensado.

    Lo que no está de más aquí es tu referencia al cine surrealista, sobre todo en la acepción más estricta de ese término: «sub-realismo», es decir, sacar de las profundidades la esencia oculta de las engañosas apariencias de la presunta realidad. Hitchcock practicaba un surrealismo sutil, astutamente camuflado y disfrazado de comedia ligera en aras de su viabilidad comercial, para plasmar verdades amargas e intemporales que subyacen a todos los hechos de la vida. Deliberadamente, algunos cineastas que exhiben un fortísimo grado de abstracción no intentan en absoluto que las cosas parezcan verosímiles, sino que juegan a fondo la carta de la arbitrariedad y la estilización propias de un sueño o aun de una pesadilla.

    Por cierto que ésa es también la estrategia de las educadas pero crueles invenciones de Sternberg, cuya rebuscada artificiosidad, nada gratuita (y con ello no quiero sólo significar que asustaba a los productores porque tenía la consecuencia de inflar desmesuradamente los presupuestos), apunta mucho más alto que cualquier chata y vulgar crónica de sucesos que pase por ser cine testimonial.

    Creo de veras que, si te aplicaras a juzgar la inmensa mayoría de lo mejor del cine mundial de todos los tiempos bajo el prisma de la verosimilitud, no sobreviviría casi ninguna de las películas dignas de pertenecer a esa lista. En cambio, las películas más adheridas a tal criterio, y más respetuosas con él, tienen la fea costumbre de resultar extraordinariamente poco apetitosas para los «gourmets» cinéfilos.

    Nadie me apartará de la convicción de que no es que el fondo determine la forma, sino que, muy al contrario, la forma determina cuál es el auténtico fondo de una creación artística, que muchas veces se diferencia mucho de aquél que imaginaban estar plasmando sus creadores, pobres seres ilusos. Lo sé porque yo también he hecho cine, siquiera sea varios cortometrajes en Super 8 mm de hasta media hora de duración, aunque la verdad es que no me habría sido necesario realizarlos para efectuar mis descubrimientos teóricos, que la práctica se limitó a confirmar.

    Me hace gracia que hables, para menospreciarlas, de películas de forma exuberante con un fondo mediocre, siendo así que en este blog reciben desmedidos elogios esas mamarrachadas o semi-mamarrachadas que son con excesiva frecuencia los trabajos de Scorsese, Coppola, Weir, Fincher y compañía, los cuales podrían encuadrarse perfectamente dentro de ese apartado. Estos individuos son asiduos del formalismo más aparatoso y efectista, caracterizado por unos movimientos de cámara tan ampulosos como inútiles, unos juegos de montaje tan ostentosos como estériles; y todo ello con el simple propósito, muy inmodesto, de lucirse, hacerse notar y conseguir ser reverenciados como inconfundibles superautores de culto. Su cargante estilo sólo se propone disimular la vaciedad de sus propuestas, aturdiendo y sojuzgando a los espectadores, no embelesándolos y subyugándolos.

    Por contraste, los grandes estilistas genuinos, como Hitchcock y Sternberg (sumémosles de momento a Lang y Minnelli, aunque podríamos mencionar bastantes más), sólo intentan y logran, con su hipnótico barroquismo, potenciar el interés y la emoción de los relatos, enriqueciéndolos inesperadamente al dotarlos de unas dimensiones de insólita riqueza temática y emocional allí donde sólo parecía haber rutina y tópico; y todo ello con recursos audiovisuales de buena ley, que vienen tan a cuento y son tan discretos y oportunos, que le pasan inadvertidos a la inmensa mayoría del público sin entorpecer su disfrute.

    Resulta cómico evocar que, en cierta ocasión, Sternberg tiró piedras contra su propio tejado, por así decirlo. En los años 3o del siglo pasado, cuando ambos solían trabajar en la Paramount, Sternberg y Capra entablaron cierta amistad. Capra estaba a punto de iniciar el rodaje de su estupenda «El secreto de vivir», y le dejó el guión a Sternberg para que lo leyera y le diera su opinión. Al finalizar la lectura, Sternberg dictaminó indignado: «Esto no tiene sentido. Al personaje de Gary Cooper, nada más empezar la película, le anuncian que va a recibir una herencia o donativo de varios millones de dólares, y él sigue tocando la tuba como si nada. Tus personajes deberían ser heroicos, no imbéciles.» Pero Capra hizo caso omiso y continuó con su plan. Pues bien, creo que ambos tenían razón a su modo: Sternberg al establecer que esa situación era insostenible en principio, y Capra al decidir que él sería capaz de sostenerla y sacarla adelante con un tratamiento adecuado.

    Pero, como ya he dicho «ad nauseam», aquí y ahora hablamos de gigantes del cine, no de mediocres directorcillos de tres al cuarto.

  5. Fernando en dijo:

    ¿Qué es lo que faltaría más? ¿Que tú cambiaras de opinión, que lo hiciera yo, o ambos? Una persona no sabe de lo que es capaz hasta que lo intenta una docena de veces y fracasa. Yo sí he cambiado de opinión en ciertas ocasiones, a corto o a largo plazo, con respecto a las más dispares materias, aunque para ello fue necesario que mi contrincante fuera valeroso y además demostrara poseer formidables argumentos de peso. Ay, Señor, Señor, cuánto derrotismo y qué poco espíritu combativo. Pero no te confíes en tu mal ganada tranquilidad, pues una continuación de este milenario debate (donde nosotros sólo somos fugaces encarnaciones de dos eternos arquetipos filosóficos) te acecha con motivo de cualquier próxima reseña tuya de algún gran clásico. Así, pues, ve afilando tu espada en el entretanto o, si no, limítate a ver películas a las que yo no me acercaría ni aunque me pusieran una pistola en la sien… lo cual es un destino que yo no le desearía a mi peor enemigo; cuánto menos a un querido amigo.

    Tú te lo buscaste el día en que me sugeriste que colaborara en tu blog de vez en cuando para darle algo de animación suplementaria. Eso sí, quizá no eras muy consciente de lo que andabas buscándote.

    • Lo que lamento es no tener más tiempo para ver películas y hablar de ellas, aunque espero que pronto cambie mi situación. Así que prepárate tú también.

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