Pérez Galdós en nuestro cine (2): La duda (1972)
Segunda entrega –recientemente publicada en la sección Rinconete de la web del Instituto Cervantes– de mi serie de artículos sobre las adaptaciones cinematográficas de las obras de Benito Pérez Galdós. Como representante máximo del realismo decimonónico, el escritor canario supo como nadie dar testimonio de su época mientras analizaba con detalle los más intrincados conflictos psicológicos de sus personajes. Esta vez se trata de otra adaptación de El abuelo, aquí titulada La duda.
En los cuarenta y siete años trascurridos entre El abuelo (José Buchs, 1925) y esta segunda adaptación de la novela de Pérez Galdós, España se había transformado. Después de recuperarse de una cruenta guerra civil, había dejado de ser un país esencialmente agrícola, había emergido una clase media que aspiraba a vivir cómodamente gracias a su creciente acceso al consumo, y las normas sociales y religiosas se habían relajado sobremanera, como pudo reflejar su cine debido a la apertura de una censura que décadas antes, en 1941, había llegado a prohibir, precisamente, otra adaptación de El abuelo propuesta por Cifesa.
El cine español también había cambiado y los dramas rurales habían cedido el paso a las comedias sexis ambientadas en las playas mediterráneas. Es una simplificación, por supuesto, pero es evidente que el argumento de El abuelo no seguía esa moderna corriente popular, como tampoco lo venía haciendo su director, Rafael Gil, en una filmografía volcada con frecuencia hacia las adaptaciones literarias del pasado.
Como en ocasiones anteriores, Gil acude a una fuente novelesca del siglo XIX, pero esta vez traslada la acción a los años treinta. Esto no afecta al núcleo dramático de una historia atemporal que no necesitaba mayores precisiones cronológicas, pero seguramente sus autores prefirieron descargar sobre la II República los pecados morales que Galdós describía en algunos personajes secundarios cercanos al poder político.
A pesar de ese cambio de época y de ser una versión narrativamente más condensada que la de 1925, respeta sus elementos principales con muy pocas novedades. Como hacía José Buchs, el guion de Rafael J. Salvia presenta al conde de Albrit (Fernando Rey) llegando a España y encontrando la carta de su difunto hijo como preámbulo al núcleo dramático que se inicia en Jerusa. La novedad es que aquí se oculta al espectador el contenido de la carta para mantener el suspense más tiempo, hasta que Albrit se entrevista con su nuera Lucrecia (Analía Gadé) para averiguar cuál de sus nietas es la legítima. El concepto del honor que se describe es el mismo, por tanto, pero se presenta de un modo más rígido en una secuencia clave: cuando Albrit tiene la oportunidad de conocer la verdad de boca de Senén (Rafael Alonso), el traicionero asistente de Lucrecia, lo rechaza. No entra en su concepto de la honorabilidad conocer de ese modo la verdad. Se profundiza así también, en sintonía con el carácter envilecido que solía tener la actividad política en el cine franquista más reaccionario, la diferencia entre la limpia nobleza de Albrit y la falta de escrúpulos de un representante de esa clase política.
Un aspecto en el que la película se muestra un poco más acorde con su época es el relativo a la representación de la vida frívola de Lucrecia que Galdós nos hurtaba. Como hacía Buchs en 1925, asistimos a sus devaneos con un galán, pero aquí se explicita más su comportamiento sexual, pues la vemos besar reiteradamente a su amante o incluso abrazarlo en la cama. Además, el choque emocional que provoca su arrepentimiento no es un duelo entre pretendientes, sino la muerte de su amante al caer de un caballo después de que ella le insistiera en que cabalgara. De este modo su cambio de actitud no es producto de un escándalo de sociedad propiamente dicho, sino de sentirse culpable de la pérdida de su amor.
Podría decirse que La duda está basada en un argumento algo anticuado, pero es su desangelada puesta en escena lo que produce más impresión de antigualla. Una pobre ambientación que no logra crear la atmósfera de época precisa, una estática puesta en escena que incluso desaprovecha sus exteriores y unas interpretaciones poco naturales, dan como resultado una película comparativamente más anticuada que la de Buchs respecto a su contexto cinematográfico.
En ese sentido, no parece casualidad que un director como José Luis Garci, que ha convertido su embellecedora visión del pasado y su teatral puesta en escena en marcas de fábrica a contracorriente de la modernidad cinematográfica, abordara otra versión más en los años noventa, como veremos en el siguiente artículo.