Cinema Nostrum

Blog de Rafael Nieto Jiménez, historiador del cine y empresario audiovisual

Crítica en 200 palabras (o casi): M, el vampiro de Dusseldorf

M, el vampiro de Dusseldorf

Lugar de proyección: mi hogar, dulce hogar.

Formato de proyección: Blu-ray.

Valoración: ★★★★ (Seguro que volveré a verla).

Ahí va la crítica:

M, el vampiro de Dusseldorf (M, Eine Stadt sucht einen Mörder) (Fritz Lang, 1931): Fritz Lang entra en el cine sonoro con otra película de ambiente criminal, pero, en vez de fantasiosas sociedades secretas dirigidas por lunáticos como Mabuse, el protagonismo recae en un lobo solitario bastante más cercano a la cruda realidad. De hecho, inspirándose en las andanzas de varios psicópatas de la época, nos presenta a un asesino de niñas cuya apariencia inofensiva le permite pasar inadvertido hasta que los delincuentes de la ciudad, hartos de las redadas policiales provocadas por sus crímenes, deciden organizarse para darle caza. Sin ocultarnos la identidad del asesino que ningún personaje conoce, Lang consigue una pieza maestra del suspense en la que las pesquisas de la policía se desarrollan en paralelo a las de las bandas de los bajos fondos, narrándose con tanta minuciosidad como eficacia narrativa. El uso dramático del sonido y la música es muy notable para estar en los inicios del cine sonoro, pero donde flaquea algo el conjunto es en su resolución debido a la necesidad del realizador de establecer su posición ética, y hacerlo de una forma demasiado explícita. Aunque comprendemos que su toma de partido por el poder del Estado frente a la justicia popular sea siempre pertinente.

Criterio de valoración:
● (No debería haberla visto)
★ (Espero no volver a verla)
★★ (Podría volver a verla)
★★★ (Quizá la vuelva a ver)
★★★★ (Seguro que volveré a verla)
★★★★★ (La veré varias veces)

Navegación en la entrada única

4 pensamientos en “Crítica en 200 palabras (o casi): M, el vampiro de Dusseldorf

  1. Fernando en dijo:

    Con anterioridad ya he dejado caer aquí y allá que no le tengo mucha simpatía a «M», aun después de haber probado a verla tres veces, y que me parece que es, a su manera, un filme tan medianito y tan deplorablemente sobrevalorado como «Metrópolis», en detrimento de otras creaciones de Fritz Lang mucho más entretenidas, inteligentes y conmovedoras, digan lo que digan los sesudos ensayos enciclopédicos que versan sobre la Historia del Cine. Por ejemplo, hace pocos días vi por tercera vez «Encubridora», y me entristece que no goce ni de la milésima parte de la popularidad y del prestigio que tiene «M», siendo como es inmensamemte superior a ésta. Barrunto que ello se debe, entre otras cosas, a que «Encubridora», con su engañosa apariencia de simple western formulario, renuncia humildemente a investirse de los chillones atributos de una voz engolada, una expresividad ampulosa y una falsa trascendencia.

    Sin embargo, reconozco que la idea de partida de «M» es admirable. Se trata de lo que podríamos llamar comprender al monstruo. (Confío en que no haya que aclarar por enésima vez que comprender no equivale a justificar.) El protagonista asesino de niñas -y seguramente violador pederasta, aunque esto último se insinúa más que se afirma- es un desequilibrado que no sabe controlar sus enfermizos y repugnantes impulsos; pero, igualmente, es un fruto irresponsable de una defectuosa genética, así como un producto malsano de un sistema social que no lo aventaja mucho en salud y cordura. Hasta ahí, todo bien. Lo malo es que la película es tan sutil como un serrucho, de modo que no pierde apenas ocasión de restregarnos su tesis por las narices con un estilo enfático y discursivo que, para colmo, quiere impresionarnos a cualquier precio con unas innovaciones sonoras presuntamente geniales pero que yo dejaría en genialoides.

    El desarrollo de su trama presenta demasiados trechos de una minuciosidad innecesaria y exasperante. Lo cierto es que Lang jamás fue un guionista muy dotado, por mucho que se empeñara en escribir (siquiera en colaboración con otros) los guiones de sus propias películas alemanas; y uno de los grandes beneficios artísticos que le traería a su carrera su futura emigración a Hollywood es que -dado su imperfecto dominio del idioma inglés- se vio obligado a abandonar la pluma, o la máquina de escribir, y a cedérsela a unos guionistas, casi siempre, de raza y de fuste, capaces de establecer arquitecturas narrativas sólidamente trabadas y eficazmente aceitadas, apoyadas en diálogos ingeniosos y con una gran calidad literaria, y también caracterizadas por una fluida concisión donde las ideas transmitidas se desprenden naturalmente de la contemplación de las acciones y no vienen impuestas forzadamente desde fuera por un endiosado súper-creador.

    Creo que la antedicha intención de comprender al monstruo estaba más satisfactoriamente realizada, sin tanto subrayado ni tantas alharacas autorales, en la excelente «Niágara» de Henry Hathaway, un director que por su general modestia y su habitual renuncia a llamar la atención nunca obtendrá el reconocimiento que les es debido a sus notables y abundantes logros, aun cuando no sea verdaderamente un genio sino más bien el campeón de segunda división.

    Volviendo sobre «M», y por lo que se refiere a su posición ética, debo matizar que, si bien Lang abominaba de la justicia popular, a la cual veía como un mera turba de linchadores homicidas desprovistos de todo sentido moral, la verdad es que tampoco creyó nunca en el poder del Estado, que para él no tenía la menor fiabilidad y no consistía más que en una serie de componendas y trapicheos corruptos, de hipocresías y simplezas descaradas, y de cegueras burocráticas y espurios dogmas diseñados para favorecer a los privilegiados por la riqueza o la fama. (Y esto rezaba tanto para el gobierno nazi de Alemania como para el ordenamiento democrático de Estados Unidos.) En la obra de Lang, donde la venganza personal es vista con más simpatía que rechazo -aunque mantenga una ambigua distancia prudencial con respecto a sus posibles consecuencias nefastas hasta para los inocentes-, la justicia no es un elemento consustancial a este mundo y sólo puede ser implantada, transitoria y precariamente, por unos episódicos individuos aislados y obsesivos que se atreven a romper todas las reglas e infringir todas las normas -a veces por rabia legítimamente sentida, otras por dudoso afán de lucro- con tal de culminar su ardua tarea de héroes solitarios. Para el lúcido pesimismo generalizado de Lang, en definitiva, el mundo tiene poco arreglo y desde luego no lo salvarán las fáciles recetas ingenuas, ya sean progresistas o reaccionarias.

    A menudo me deja no poco frustrado comprobar que mis gustos son casi siempre minoritarios -juro que no lo hago adrede para fastidiar, sino que me surge espontánea y sinceramente- lo mismo en cuestión de aprecios que de desprecios. Pero recientemente me ha consolado de tal frustración el haberme topado por azar con este dictamen de Schopenhauer: «Es como una maldición que pesa sobre el género bípedo el hecho de que, merced a su afinidad electiva con lo absurdo y lo malo, le agrada más, incluso en las obras de los grandes ingenios, lo que precisamente hay en ellas de peor y hasta los defectos mismos; de suerte que alaba y admira éstos, mientras apenas repara en lo que ellas encierran de verdaderamente digno de admiración.» Qué alivio es para mí el haberlo leído, suponiendo que haya en esto algo de verdad.

    • Al fin y al cabo, ¡qué importa lo que piensen los demás! Sobre todo en un asunto tan intrascendente como este. No te voy a hacer de menos por no saber apreciar el mucho buen cine que tiene esta película.

  2. Fernando en dijo:

    Para mí no es éste un asunto intrascendente; de hecho es uno de los pocos placeres capaces de entusiasmarme que aún me quedan.

    Además, por si todavía no te sientes lo bastante aludido por aquellas justas palabras de Schopenhauer, fíjate en éstas que, con milagrosa presciencia, hacen velados reproches al tono que era habitual en tu blog antes de que, para variar, te redimieras ocupándote un poco de cineastas dignos de tal nombre, como Lang o Ford.

    «Compréndase que aquí hablo de los grandes y verdaderos poetas, que son tan infrecuentes, y no de esa insulsa caterva multitudinaria de poetas mediocres, copleros y narradores de chismes que tanto abunda hoy, a los cuales se debería gritar constantemente al oído: ‘Mediocribus esse poetis non homines, non Di, non concessere columnae.’ Bueno sería, no obstante, preocuparse un poco más de la cantidad de tiempo y papel desperdiciados por este enjambre de poetas chirles y del daño que hacen, puesto que el público se inclina a lo nuevo y aun a lo absurdo y lo chabacano, como más afín a su propia naturaleza, por lo cual los escritos de los mediocres lo apartan de las verdaderas obras de arte y lo sustraen a la influencia benéfica del genio, corrompiendo el gusto y paralizando el progreso. De ahí que sea deber del crítico y del satírico flagelar sin piedad a los poetas hueros, obligándolos a callar y a emplear sus ocios en leer obras buenas y no en escribirlas malas. Pues si la dulce deidad de las Musas se irritó ante la torpeza de un imbécil sin vocación como Marsias, hasta el punto de mandar desollarlo, no sé con qué derecho se ha de pedir tolerancia para los poetas mediocres.»

    (El fragmento citado en latín pertenece a las líneas 372 y 373 del «Arte Poética» de Horacio, que Tomás de Iriarte, con cierta libertad interpretativa, tradujo en 1777 como: «Mas poetas medianos, / ni los sufren los dioses soberanos, / ni tampoco los hombres, / ni menos los aguantan / los mismos duros postes en que plantan / carteles con sus obras y sus nombres.»)

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.